Opinión · Dominio público
La insumisión francesa: París ya no es la ciudad de las luces ni el amor
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No ha habido ninguna toma de la Bastilla, y las guillotinas se han sustituido por guilets (los de los chalecos de reflectores amarillos), pero Francia está hoy tan patas arriba como lo estuvo en aquella primavera de 1789.
La confusión es tal que uno de nuestros periódicos de tirada nacional, supongo que desconcertado, dio los resultados de la primera vuelta a las elecciones presidenciales del pasado 10 de abril "aclarando" entre paréntesis la orientación ideológica de cada candidato: y si a Macron lo tildaban de centro-izquierda y a Pécresse (candidata del equivalente al Partido Popular) de centro, Le Pen e incluso Zemmour eran simplemente calificados como "de derechas". Allí no había más extremismo que el de la Francia Insumisa del izquierdista Mélenchon, candidato que se quedó a las puertas de poder pasar a segunda vuelta. Así que en el ballotage de hoy, a los franceses no les queda otra que elegir entre lo malo y lo peor; o Napoleón, o el caos. O la derecha, o la ultraderecha: aunque las urnas son inodoras, habrá que acercarse a ellas tapándose la nariz.
Stéphane Hesse llamó a la indignación popular en 2010 y, a falta de un 15M, ocho años después aquella indignación estalló en cólera. ¿De qué se quejan los franceses? Su tasa de desempleo, prácticamente un pleno empleo técnico, se situaba en el último trimestre en torno al 7,5%, la más baja de los últimos 15 años. El sueldo mínimo interprofesional francés está en los 1302 euros y la edad de jubilación, en los 62 años (que Macron pretende ampliar progresivamente hasta los 65 y Le Pen bajar hasta los 60; para que luego digan que el fascismo es malo). Francia mantiene todavía hoy un Estado del bienestar que para nosotros quisiéramos, y los dos grandes problemas a los que se enfrenta ahora y que pueden echar todo el sistema abajo parecen ser estos: la inflación, causada primero por la escasez de oferta postpandémica y ahora por la guerra de Ucrania (alza de precios que en todo caso se sitúa por debajo de la española), y el fantasma de la inmigración, que no alcanza el 13% del total de la población y en cifras similares a las nuestras.
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Pero ya sabemos que no protesta y se rebela quien quiere, sino quien puede. El relato sobre la situación social y su percepción es siempre más una cuestión de expectativas (o, a menudo, resultado de la comparación con un pasado idealizado en el que todos éramos más jóvenes) que dé condiciones objetivas. No en vano la famosa Revolución Francesa comenzó con una insumisión de los privilegiados, que se negaban a pagar impuestos, y solo cuatro años más tarde, bajo la República de Robespierre, la nueva Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano consagraba que "la insurrección es para el pueblo el más sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus deberes". Y los franceses se lo tomaron al pie de la letra.
Los chalecos amarillos se echaron a la calle un sábado de octubre de hace tres años, cortaron las carreteras, se enfrentaron a la policía en los Campos Elíseos, rompieron escaparates y algo de material urbano. Durante meses, repitieron cada sábado aquel ritual de guerrilla urbana. ¿Pedían libertad, igualdad o fraternidad? ¿Rompían los adoquines para encontrar la playa que se esconde debajo? Las revoluciones del siglo XXI ya no sirven para engordar nuestros sueños: exigían que bajara el precio de la gasolina. Transportistas, camioneros, clases medias desterradas a los suburbios de las grandes urbes, el mundo rural que depende del coche o del tractor para ganarse la vida. La Francia real que ya no aspira a lo imposible, sino tan solo a llegar a fin de mes. Un movimiento espontáneo, transversal y sin líderes, dijeron. Protestaban por los impuestos, la pérdida de poder adquisitivo, exigían la dimisión inmediata del Presidente. Una violencia callejera que amparaba en el anonimato a todo aquel que quisiera dar rienda suelta a su rabia particular.
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Aquel cabreo difuso, sin rostro, engordó nuevas opciones políticas en los márgenes del sistema de la Quinta República, siempre pendiente de un hilo desde que se quedó huérfana de papá De Gaulle. El Frente Nacional de Le Pen (ahora llamado Reagrupamiento Nacional, como si cambiando de siglas o de sede se pudiera mudar de naturaleza) se hizo fuerte en muchos de los antiguos feudos comunistas desindustrializados. Mientras, un antiguo ministro socialista arrastró a los votantes del partido de Mitterrand mucho más a la izquierda. Macron, exministro socialista también, se quedó con los restantes, y sumó a los republicanos de la derecha. Ese es el “centro-izquierda” de Macron: el de un niño prodigio del neoliberalismo, que pretendía gobernar la República como si fuera una empresa en busca de eficiencia y beneficios y acabó modulando sus políticas públicas a demanda del consumidor, aunque nunca se creyera aquello de que el cliente siempre tiene razón y alguna que otra vez se le haya escapado en público llamarle imbécil.
Macron, la opción que ahora representa la estabilidad y el continuismo, la salvaguarda de Europa, pero que fue el primero en romper el sistema del bipartidismo clásico con un partido que se agota en sí mismo. Y en el otro lado del cuadrilátero, una mujer que tuvo que matar al padre para rescatar al partido de la familia de las telarañas del desván y romper un tabú histórico francés: el de que no todos fueron heroicos partisanos de La Résistance, porque eran igualmente franceses los colaboracionistas que auparon al mariscal Pétain y hoy se cuentan entre esos diez millones de ciudadanos que votaron en primera vuelta por Le Pen o cosas peores.
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Aunque ambos candidatos hallan fulminado el sistema clásico de partidos, ninguno de ellos es un antisistema, sino productos perfectos del sistema. Basta echar un vistazo a sus biografías para reconocerlos: nacidos en los suburbios donde se atrinchera la burguesía blanca (Neuilly, Saint-Cloud, la Picardie), educados en la media docena de liceos y universidades que actúan como granjas de producción de nuevas élites dirigentes desde hace generaciones: el Panteón de la Sorbona o la Escuela Nacional de Administración. Una milla de oro que no ocupa más superficie en el corazón de París que el de aquella pequeña e irreductible aldea gala que resiste ayer y siempre al invasor, pero un enorme universo mental desconectado del resto del vasto territorio hexagonal. Y que ahora le hacen guiños al populismo porque es lo que se lleva.
Hace 20 años ya de la primera vez que la ultraderecha de Le Pen (padre, en aquella ocasión) llegó a segunda vuelta de las presidenciales: aquel espanto colectivo logró que los franceses se unieran por última vez. Pusieron en marcha un cordón sanitario antifascista, Chirac determinó tajante que con la intolerancia y el odio no se debate y logró un resultado histórico aglutinando el 82% de los votos. En 2017 ya no hubo cordón sanitario y sí debate televisivo con Le Pen hija, y Macron retuvo un 66% del sufragio. En el debate de esta última semana, Macron evitó llamar al partido de Le Pen "ultraderecha" no fuera a ser que los votantes de ultraderecha se ofendieran; entre los bloques temáticos sobre la mesa, uno llamado "Inmigración y Seguridad", así todo junto: con independencia de los resultados de hoy, que se auguran con una diferencia mucho más estrecha que en 2017, la República Francesa ya ha perdido. Hablan de normalización y moderación: es fácil parecer moderada en un país que se permite el lujo del Moët Chandon y un candidato a la derecha de la ultraderecha calcadito a un siniestro villano de dibujos animados que ha llamado a su partido La Reconquista: para una vez que nos copian algo. Porque Marine Le Pen no se ha moderado, solo ha sido blanqueada por los medios de forma lenta pero inexorable, y ahora se ha empolvado con un poco de burdo colorete. Pero en el fondo de su corazón sigue considerándose la reencarnación de su idolatrada Juana de Arco que siempre le acompaña en los mítines, fanática católica y belicista como aquella niña mártir.
Todo apunta a que Macron saldrá reelegido, pero los resultados de la primera vuelta ponen en evidencia algunos aspectos inquietantes: el porcentaje de votos obtenido por los dos partidos históricos (conservadores y socialistas) apenas suma un 6% y los condena a la extinción. El actual presidente quedó a la cabeza con un 27,8%, pero la suma de las dos opciones ultraderechistas ya supera el 30%. La Francia Insumisa de Mélenchon y el Reagrupamiento Nacional lepenista son sin duda polos opuestos, pero atraen por igual el voto del malestar y el hartazgo de los perdedores de la globalización, y coinciden en algunos puntos fundamentales: ambos están en contra de esa Unión Europea construida sin embargo a la medida de Francia, cuestionan a la OTAN y solo aciertan a proponer, frente a desafíos tan complejos, la receta del repliegue soberanista y el proteccionismo. Ambos quieren expulsar a Macron del Elíseo por encima de todo. Y sus votantes suman casi la mitad del electorado francés. ¿Qué harán hoy los votantes insumisos de Mélenchon? ¿A dónde irán los besos que no damos? Su jefe de filas pidió que ningún voto fuera para Le Pen, pero tampoco pidió el voto explícito para Macron. Una encuesta interna vaticina en torno a un 30% de esos electores de izquierda migrando hacia lo malo conocido, pero se imponía la opción de la abstención o el voto nulo. La encuesta ni siquiera preguntaba por la posibilidad de decantarse por la ultraderecha, pero es un trasvase rojipardo que sin duda ocurrirá, habrá que ver en qué medida.
Sumisión es el título que el novelista Houellebecq eligió para su distopía política, en la que la necesidad de frenar al fascismo forzaba una alianza de izquierdas y musulmanes en los comicios presidenciales. Los izquierdoislamistas, los llama Marine Le Pen. Y así se hacía realidad ese fantasma conspiranoico de una Francia islámica, temor sin fundamento que tan buenos réditos electorales está dando. Houellebecq es un escritor machista, racista, obsceno y pesimista; Houellebecq es un genio porque lleva años tomándole el pulso a la sociedad francesa contemporánea como nadie. Ojalá los del bando de la insumisión entiendan sin embargo que es solo una ficción, y que rechazar el sometimiento tampoco significa votar a la ultraderecha xenófoba. La semana pasada, los estudiantes de la Sorbona y otros establecimientos de educación superior se rebelaron al grito de “Ni Macron ni Le Pen”, y destrozaron algunos ordenadores del profesorado. La abstención nunca cuenta, pero esta vez será determinante.
Porque hace tiempo que París dejó de ser la ciudad del amor que publicitan las agencias de viajes, y mucho menos se parece a la película de Amélie. Para sus habitantes es un campo de batalla, un territorio hostil en el que se libra cada día una lucha sin cuartel. La France en colère es más que un lema y el nombre de un grupo de Facebook, es una realidad social. Los franceses de hoy odian todos esos clichés que tanto gustan a Woody Allen y otro puñado de nostálgicos allende sus fronteras. Están hartos de la sombra alargada de aquel mayo del 68 y los intelectuales existencialistas o postestructuralistas con foulard que tomaban café en las carísimas terrazas de Saint-Germain, hoy pobladas de turistas orientales; de los pintores de Montmatre, de la Chanson Française y la Nouvelle Vague, del mismo modo que nosotros no nos reconocemos en el toro de Osborne y la gitanilla, la paella, la sangría y el olé. Si tuvieran que salvar algún tópico, tal vez sería el de la mantequilla; pero es que hasta este producto básico de la gastronomía gala escasea hoy en los supermercados porque se exporta mayoritariamente a China.
El cine que mejor retrata esa nueva realidad ya no es el protagonizado por Belmondo o Antoine Doinel, sino el que recogió Kassovitz en su premiada y exitosa película La Haine (El Odio) en las postrimerías del siglo XX, incluso cuando parecía que, como cantaba Édith Piaf, la vida era color de rosa. Pero en las Cités de los HLM (barrios de viviendas de protección oficial de las periferias, convertidas en la práctica en guetos de marginación) todo transcurría en blanco y negro, y así lo recogió su cámara mientras seguía durante 24 horas las desventuras de tres de esos jóvenes desarraigados (un judío, un árabe y un africano) crecidos en medio de la delincuencia, las drogas y los abusos policiales, sin perspectivas ni oportunidades para escapar de allí. La película de culto, que no ha perdido su vigencia, comenzaba con una voz en off contando ese chiste sin gracia que todos nos sabemos de memoria: un hombre se precipita al vacío desde un piso quincuagésimo y mientras cae, se repite sin cesar “hasta aquí, todo va bien. Hasta aquí, todo va bien. Pero lo importante no es la caída, es el aterrizaje”.
Siento contrariarle, pero el proceso de la caída también es crucial porque es irreversible, y es en el que se haya sumido Francia desde hace algún tiempo y amenaza con arrastrarnos a los países vecinos y demás socios comunitarios. Así que no nos conformemos con repetirnos “hasta aquí, todo va bien”. Hace mucho tiempo que la República Francesa dejó de erigir templos a la diosa de la Razón y los descendientes de El Odio, la rabia de aquellos que no tienen nada que perder estalla periódicamente y salen de madrugada a quemar coches en las afueras de las grandes ciudades. Del otro lado, también cunde el odio, porque cuando salen temprano para ir a trabajar se encuentran con su coche calcinado por los disturbios nocturnos, y el RER (tren de cercanías) siempre está de huelga, o sufre una avería y acumula retrasos y vagones atestados. Porque aunque su automóvil se haya librado del incendio, el precio de la gasolina está por las nubes, y el de la luz y el alquiler de la vivienda es prohibitivo, lo acribillan a impuestos y su matrimonio no va bien, no soporta a su compañero de trabajo y ha discutido con la tipa de la ventanilla de la administración y con el camarero del bistrot, que también están cabreados y se muestran agresivos y a la defensiva.
Hoy domingo, ese ciudadano francés votará por un candidato que detesta. Y mañana lunes, cuando suene de nuevo el despertador, se sentirá un poco más enfadado y estafado aún. Y en 2027 una Marine Le Pen cualquiera estará esperándole con cantos de sirenas y los brazos abiertos. Yo, mientras espero el desenlace de esta noche, iré descorchando por si acaso una botella de agua de Vichy.
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