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Opinión · Dominio público

¡Puta foca!, o la discriminación discriminada

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Surfistas posando para la marca Roxy.

Las genialidades a menudo nacen de la ingenuidad más pueril: esta semana dos niñas se hicieron virales en redes por sus réplicas tan brillantes como inocentes. La primera de ellas, de apenas tres o cuatro años, ante el regalo de un mini-huerto casero para aprender a “cultivar tus propios alimentos”, declaró sin sombra de duda (tal y como relataba alguno de sus familiares adultos) que ella iba a plantar croquetas. Otra niña, algo mayor, era sometida al interrogatorio de una reportera de algún canal autonómico en medio de las fiestas patronales de su pueblo, y ya sabemos lo que suele ocurrir con las conexiones en directo de media tarde:

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?Y a ti, ¿qué es lo que más te gusta de las fiestas? ?la reportera agachada, con la sonrisa impostada.

?La morcilla ?contestaba sin titubeo la niña, tímida ante el micrófono pero segura de sus convicciones.

?La música, ¿verdad? ?le corregía la reportera.

Y la cosa no acababa ahí, porque la reportera persistía en inducirle las respuestas: “Y la Virgen también, ¿no?”. A lo que la niña solo acertaba a responder, desconcertada: “¿El qué?”.

Y es que entre la Virgen y la morcilla, no cabe el dilema. Hasta un adulto debería de ser capaz de entender algo tan obvio, parece estar pensando la niña en el video, empezando a sentirse entre la espada y la pared. La espada: el micrófono que la señala. La pared: el brazo compresivo de su padre sobre los hombros (alcalde de la localidad y por tanto organizador del festejo, para más inri), en gesto más controlador que protector.

Todos reímos las gracias de estas niñas, las aplaudimos y retuiteamos, convirtiéndolas en heroínas por un día. Yo incluida. Pero al rato me puse triste, porque me dio por pensar que esas niñas, dentro de muy poco, verán que sus cuerpos empiezan a cambiar, habrán experimentado en infinidad de ocasiones esa sensación de hallarse acorraladas y que sus aserciones son enmendadas una y otra vez; dejarán de tener las ideas tan claras, a fuerza de verse cuestionadas o rectificadas, y se sumirán en ese amasijo de confusión y complejos al que llamamos adolescencia.

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Entonces les dará vergüenza exhibirse en bañador en la piscina municipal, renegarán de su fe en los rebozados y los rellenos grasientos y maldecirán esta boutade de hoy que las hizo efímeramente famosas y en adelante colgará sobre ellas como un sambenito oprobioso. Muy pronto, estas futuras ciudadanas que ahora son capaces de expresarse tan libremente renunciarán a comer croquetas y morcillas en aras de un supuesto bien mayor: caber en una talla 36. Y si no las descartan de su menú, porque a pesar de todo y contra todos encuentran placer en su sabor, las comerán con culpa. La culpa de estar cometiendo un pecado capital. La culpa de estar gordo.

Porque al contrario de lo que sucede con otras características físicas, taras o enfermedades, el sobrepeso, se entiende socialmente, es exclusivamente responsabilidad del gordo; alguien entregado a la gula y la desidia, incapaz para el autocontrol o la gestión de sus emociones. Si quieres, puedes, es el mantra omnipresente, con un pie en el neoliberalismo y otro en la patraña new age: el mundo está lleno de gimnasios y lechugas, así que no vengas a lloriquear cuando te sientas maltratado y estigmatizado, porque tú te lo has buscado.

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A diferencia del racismo o la homofobia, la gordofobia encuentra mejor amparo social porque se escuda en dos argumentos de peso, nunca mejor dicho: 1) tiene solución y está en tus manos, y 2) no se trata de una cuestión ética o estética, se trata de salud. Nos burlamos de ti, te insultamos y despreciamos, pero lo hacemos por tu bien. Así que el prejuicio, aunque sea bajo formas más discretas y menos violentas que otros odios colectivos, sigue arraigando sigilosamente, sin enardecer el debate público al nivel en que lo hacen otro tipo de discriminaciones.

El mismo día en que esas dos niñas entraron, al exponer a los cuatro vientos su afición a la manduca, en el etéreo olimpo de Twitter, saltaba otra polémica en otra red social paralela: una conocida presentadora de televisión, Adriana Abenia, denunciaba una campaña publicitaria de bikinis de talla grande por constituir, a su parecer, “apología del sobrepeso”:

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“Defender y hacer apología de enfermedades como la obesidad me parece peligroso (...). Estar obeso no es sano y no debería ser objeto de una campaña publicitaria (…). Seamos honestos, la obesidad acarrea problemas como diabetes, accidentes cerebrovasculares, cáncer, hipertensión… Por supuesto que las personas con esta enfermedad tienen derecho a vestirse, pero que no sirva como ejemplo estético para otras mujeres, da lugar a equívocos”, sentenciaba la esbelta presentadora.

Abenia, que no en vano fue elegida como una de las 50 mujeres más sexys del mundo por una revista masculina, concede al menos a las gordas el derecho a poder taparse con algún trapo hasta que su gordura dolosa se las lleve por delante, qué magnánima. Pero exige que lo hagan en la clandestinidad, en sótanos sin escaparate donde solo vendan túnicas a lo Demis Roussos y nunca bikinis, menos aún si hay niñas delante, que ya sabemos cómo son las niñas de aficionadas a seguir el mal ejemplo y atiborrarse a croquetas y morcilla, sin pensar en su silueta.

La obesidad mórbida es una enfermedad muy grave, sin duda, que acarrea serias complicaciones para el organismo. El sobrepeso (lo que se podría achacar a la modelo del anuncio de bikinis que corría aparentemente saludable por la orilla de la playa junto a otras amigas más delgadas, pero que tanto preocupó a Abenia) es también un factor de riesgo ante posibles futuras enfermedades, cierto. Un factor entre otros como lo pueden ser el tabaco, el alcohol que tanto les gusta publicitar a las administraciones públicas en manos conservadoras, la contaminación que respiramos cada día, el estrés, la ansiedad, la exclusión, el aislamiento social o la depresión. Incluso la mismísima genética, qué cosas.

Y enfermedades son sin duda la bulimia y la anorexia, de graves consecuencias y más inmediatas: a la modelo de tallas grandes puede que su exceso de peso la mate de aquí a cincuenta años, pero una joven anoréxica puede fallecer en cuestión de meses.

Yo he sido gorda desde que nací. Un bebé inmenso, prototipo del ideal de belleza y salud de las abuelas: un querubín sonrosado y rollizo. En las fotografías de guardería que aún se conservan, donde un grupo de niños posamos sonrientes con nuestras batas preescolares tamizados por un tono sepia, se aprecia ya una anomalía: parezco la madre de mis pequeños compañeros. Hasta mi cabeza es un balón el doble de grande que las suyas. A día de hoy, sigo usando una talla de sombrero un par de números por encima de la media, y si tengo gorda la cabeza, imagínense el culo.

Tras el preescolar, llegó el infierno, porque la isla de El señor de las moscas habitada por niños es un paraíso en comparación con el patio del recreo de cualquiera de nuestros colegios. El acoso escolar aún no tenía nombre, y lo que no se nombra no existe, salvo que seas gorda y caigan sobre ti todo tipo de apodos humillantes, insultos y golpes. Te marginan por gorda, te pegan porque eres una puta foca. Y no hay clemencia, porque tú te lo has buscado.

Afortunadamente, la adolescencia revoluciona las hormonas también a los abusones, y llega un momento que de ti ya no les interesa que seas gorda o cuatro-ojos, sino tus inclinaciones sexuales. El primer día que a mis espaldas escuché un ¡bollera, tortillera!, fuera o no cierto, en vez del manido ¡puta gorda!, sentí un alivio inenarrable. Pensarían que aún podían herirme, con semejante nadería. Y ahora rezo al dios de la morcilla para que la hija del alcalde que salió en la tele el otro día, cuando vaya a clase el lunes, no tenga que aguantar burlas y chanzas ofensivas y no conozca nada de todo aquello por lo que pasé yo.

La edad adulta es un remanso de civilización e hipocresía para un gordo. Ya no te pegan ni te insultan al pasar, pero no pasa una semana en el que algún detalle o comentario te recuerde que, a los ojos del mundo, en el fondo sigues siendo una gorda. Que duerma tranquila Abenia, porque no hay apología de la obesidad por ningún lado, ni siquiera tallas para nosotras, y lo que para vosotras es una actividad de ocio, salir de compras y trapitos, para la gente como yo es sinónimo de frustración y tortura. Mirémoslo por el lado bueno: te ahorras una pasta.

Sé bien que el sobrepeso es malo para la salud, pero más segura estoy aún de que más de una vez puse mi salud en riesgo con aquellas dietas tan “milagrosas” como brutales: la dieta del apio, que prometía perder hasta 10 kilos en una semana alimentándote exclusivamente a sopa de apio; la dieta Dukan, que tras tanta verdura hervida prometía perder peso a base de suculentas proteínas y que tuve que abandonar al tercer día por las nauseas y mareos. Las pastillas adelgazantes que nos venden en la farmacia sin receta, y que también dejé pronto por las desbordantes diarreas que me provocaban (cuando se lo conté a un familiar médico y le leí en el prospecto la composición, no daba crédito a que se nos vendiese un tratamiento posquirúrgico hepático como remedio adelgazante).

La gente delgada no se hace idea de lo que es pasar hambre, hambre como la del artista del hambre kafkiano (porque dejar de comer también es un arte), teniendo la nevera llena, ni de sus efectos secundarios: la debilidad, los mareos y las migrañas; el apestoso aliento a acetato; las taquicardias; la pérdida de la menstruación o el estreñimiento crónico. La primera semana compensa porque pierdes un par de kilos. Pero olvídate de toda vida social, porque como salgas el fin de semana y bebas o piques algo, todo el esfuerzo se habrá ido al garete. Luego te estancas de peso y parece que te engorda hasta un huevo duro. Luego tu cuerpo, que se hace adicto a las cosas más extravagantes, le coge gustillo a eso de no comer y solo con ver alimentos te sobreviene la arcada. Afortunadamente, siempre me detuve a tiempo. O me rendí. O fracasé, una y otra vez, que es lo que realmente sentía.

Un novio de la adolescencia que lleva décadas sin verte, envalentonado por la noche y las copas siente que se ha creado la suficiente confianza como para soltarte: “Pero cuando tú y yo salíamos no estabas así, eras normal”. Y no, no era normal. Era una tía que consideraba que comer solo una manzana en 24h era un triunfo. Que con la excusa de los exámenes, se llevaba la bandeja con la cena a su cuarto y escondía la comida bajo la cama, para tirarla de madrugada, cuando todos durmieran, por el retrete.

Aquello no era normal. Tenía veinte años y pesaba veinte kilos menos. Me veo ahora en las fotos de entonces y siento que fui víctima de la mayor de las estafas, porque era preciosa pero me enseñaron a odiarme ante el espejo. Durante décadas he vivido pendiente de la báscula, pesándome cada mañana y llevándomela de viaje en la maleta. A menudo ocurre que cuando me encuentro con alguien que hace tiempo que no me ve, suelta a modo de halago: ¡Estás más delgada! Pero yo sé que no, que exactamente peso tres kilos y medio más que la última vez que nos vimos; que lo que ocurre simplemente es que cuando me ve, mi presencia no acaba de encajar con el concepto que tiene de mí en su memoria.

Sales a cenar con unos amigos y siempre hay alguien que se sorprende porque comes poco (cuenta la leyenda, parece ser, que la gente gorda se come tres pizzas al día). Tienes una enfermedad gastrointestinal y una amiga te dice a modo de consuelo: al menos adelgazarás. Nadie parece creerse que practicas otro ejercicio (bicicleta, montaña…) que no sea comer bollos en el sofá. Y podría seguir poniendo ejemplos cotidianos toda la noche.

Soy de las que cree que la identidad no es un sentimiento subjetivo, sino una serie de discursos, construidos histórica y socialmente, que te atraviesan como saetas. Hace siglos me habría identificado como sierva del Señor o súbdita del caudillo de turno. La modernidad amplió el abanico de opciones: ¿soy vasca o española? ¿soy mujer? ¿soy escritora? Pero en el fondo yo sé que mi única patria es la gordura.

Más de la mitad de los españoles sufrimos sobrepeso. Formamos una nación expatriada dentro de la nación, que sufre cotidianamente sus consecuencias sociales, psicológicas, laborales o sexoafectivas. Vivimos bajo un régimen liberal que fracasó en la implantación del principio más básico del liberalismo: la absoluta libertad del individuo sobre su cuerpo y su vida. El debate público tendría que abstenerse de juzgar las vidas y los cuerpos ajenos: si prefieren tener mascotas que hijos, si quieren cambiar de sexo y cómo deben hacerlo, si le sobran o le faltan kilos, si comen carne o son veganos, si abortan o adoptan parejas del mismo sexo…  Para centrarse de una vez en lo que realmente le atañe: qué hacemos con lo colectivo, cómo lo organizamos y lo gestionamos, y qué fines comunes perseguimos con ello. Y dejar en paz de una vez a las personas, para que planten croquetas si así lo desean.

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