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Opinión · Dominio público

Excavar un campo de concentración

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Hay arqueólogos que excavan cuevas prehistóricas o ciudades romanas. Y hay arqueólogos que excavamos campos de concentración. En ambos casos excavamos historia. Solo que hay historias más tristes que otras. Historias que duelen más que otras. Mis compañeros y yo excavamos historias tristes. Historias que duelen. Y por eso, porque son tristes y duelen, hay quien prefiere que no las excavemos.  O prefiere negar que hayan existido.

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En el mes de abril estudiamos arqueológicamente un campo de concentración. Es difícil sustraerse al peso de las palabras: campo de concentración. Lo relacionamos inmediatamente con una historia excepcional y extrema—el nazismo. Y es cierto que los campos son excepcionales. Pero lo son en un sentido jurídico, porque representan espacios de excepción: centros de internamiento que no se ven sometidos a la ley ordinaria y en los cuales todo es posible (la tortura, la vejación, el asesinato). No son excepcionales, en cambio, en términos históricos. Al contrario: si hay algo común en la historia contemporánea son los campos de concentración. Lo son desde que vieron la luz, como “campos de reconcentración”, en la Guerra de Cuba (1896-1898). Su objetivo entonces era internar a la población civil cubana para evitar que diera apoyo a la insurgencia. Desde entonces los campos han proliferado en todos los países y bajo todos los regímenes—especialmente, como no podía ser de otra manera, bajo los dictatoriales.

El campo que excavamos en abril, de hecho, no está en ningún lugar lejano ni lo levantaron los nazis. Es un campo de concentración español. Está en la Alcarria, en la provincia de Guadalajara. Y lo levantó el ejército franquista.

Pese a dos décadas de investigaciones sobre los campos de concentración en España, pese a los esfuerzos de historiadores como Javier Rodrigo y periodistas como Carlos Hernández de Miguel, sigue causando perplejidad la existencia de este tipo de centros en nuestro país. Hoy sabemos que hubo de cerca de 300. Seguramente hubo uno en tu ciudad, cerca de tu pueblo. Y posiblemente no lo sepas.

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El campo que excavamos, en el lugar de Casa del Guarda, en el término municipal de Jadraque, formó parte de una constelación de centros efímeros de prisioneros que surgió en la zona tras el fin de la Guerra Civil: Miralrío, Casas de San Galindo, Padilla de Hita... Su función era concentrar a los soldados republicanos que se habían rendido y realizar una primera clasificación según sus afinidades políticas. Que fueran efímeros no quiere decir que fueran menos crueles. Por testimonios, sabemos que los soldados sufrieron maltrato, que vivían hacinados, muchas veces al aire libre, con frecuencia enfermos, siempre con hambre.

De los primeros campos de concentración los presos fueron a pasar otros. También a cárceles. Algunos, directamente, a fosas comunes. En Castuera (Badajoz), donde se emplazó uno de los mayores campos del franquismo, hemos exhumado varias. Y en ellas medio centenar de víctimas anónimas. Sus muñecas atadas con alambre, junto a los huesos balas de pistola y de fusil, unas gafas rotas, un billete del metro de Madrid. En algunos casos el periplo penitenciario de los vencidos se prolongó a lo largo de una década.

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De los primeros campos de concentración habitualmente queda poco o nada. Se reutilizaron plazas de toros, seminarios, fábricas, o simplemente se rodeó un descampado con alambre de espino. Suponen un reto arqueológico: ¿Cómo documentar un espacio que fue ocupado unas pocas semanas? ¿En el que no se construyó nada? ¿O que reutilizó un edificio que retornó pronto a su uso original?

En Jadraque hemos tenido suerte. Porque el ejército franquista estableció el campo de concentración sobre un campo de trabajo previo y tras su abandono nada se volvió a construir en el lugar. El campo de concentración aparece con ese nombre en el Boletín Oficial del Estado del 8 de abril de 1939: “campo de concentración de prisioneros de Jadraque”. Los franquistas de ayer nunca negaron la existencia de una red de centros de internamiento. Al contrario que los franquistas de hoy.

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El campo de trabajo lo levantaron soldados republicanos, presos del Frente Norte encargados de construir fortificaciones y caminos militares. Digo que lo levantaron, pero debería decir que lo cavaron. Porque frente a nuestra idea de los campos con barracones prefabricados y dispuestos en perfecto plano ortogonal, la realidad franquista es muy distinta (y diversa). Los barracones de Jadraque son estructuras semiexcavadas en la tierra o la roca. Los presos del batallón de trabajadores—unos 600 hombres—dormían sobre el suelo de piedra, entre paredes de tierra. Estructuras sin luz, agua ni letrinas. Más gruta o madriguera que barracón.

Y aun esto les habría parecido un lujo a los prisioneros que llegaron a partir del 28 de marzo de 1939, cuando comienza a rendirse el Ejército Popular. Más de 4.000 soldados fueron a parar a un espacio que hasta entonces ocupaban siete veces menos personas. Durante varias semanas, miles de presos durmieron al aire libre. Los alimentaron con los excedentes del ejército vencido: lo sabemos por la variedad de latas que hemos encontrado, muchas de ellas de carne argentina importada por la República. Unas conservas que se repartirían entre varios, como sabemos que sucedía en otros campos. Porque la alimentación fue sin duda escasa. Buenaventura Leris, preso en otros campos de la Alcarria, nos dejó un diario de guerra y posguerra. Durante su cautiverio, bajo la entrada de cada día figura únicamente una palabra: “hambre”.

En las excavaciones hemos encontrado muchos objetos. Algunos llamativos, como una púa de bandurria, una ampolla de medicamento, una moneda republicana o la chapa de identificación de un soldado. Pero sobre todo encontramos restos ordinarios: vidrio, alambre de espino, botones. Y muchas latas. Cientos de ellas.

Hay quien pregunta por qué excavamos latas oxidadas. Y la respuesta es simple: porque las latas cuentan historias. Como una punta de flecha neolítica o una cerámica romana. Ni más ni menos. Y algunas, de hecho, cuentan Historia, con mayúscula. Por ejemplo, las cuatro latas convertidas en tazas que encontramos en el campo de Jadraque. Cuatro latas-taza idénticas, fabricadas con toda probabilidad por la misma persona. Cuatro latas que quizá fueron pasaporte a la supervivencia para un soldado habilidoso, que las intercambió por comida—un destino habitual de las artesanías en los campos franquistas. Cuatro latas que nos hablan de privación extrema, de hombres desprovistos de todo que transforman la basura en útiles. Cuatro latas que nos hablan del deseo de seguir siendo humanos, porque las latas-taza garantizan que uno podrá beber y comer más o menos como una persona, y no como un animal.

Excavar un campo de concentración, o un campo de trabajo, es sórdido. Pero no lo hacemos para encontrar cosas hermosas. De hecho, los arqueólogos nunca excavamos para encontrar cosas hermosas. Lo hacemos para encontrar historia. Y la historia, a veces, es lo que duele.

Nota: el campo de concentración de Casa del Guarda (Jadraque, Guadalajara) fue descubierto por Julián Dueñas y Alfonso López Beltrán. El proyecto arqueológico ha recibido subvención de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática. La dirección de los trabajos corrió a cargo de Luis Antonio Ruiz Casero y Alfredo González Ruibal (Incipit-CSIC).

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