Opinión · Dominio público
Museo feliz. Museo infeliz
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Ricard Vinyes
Historiador
Ilustración de Javier Olivares
En 1993, Bill Clinton, recién nombrado presidente de EEUU, inauguraba en Washington el United States Holocaust Memorial Museum. Los impulsores más visibles de la institución habían sido Elie Wiesel y el presidente Carter. En la declaración fundacional, redactada por Wiesel, se insistía en que tenía que ser un museo “viviente”, que explicara cómo el Holocausto había sido posible y lo vinculara a los genocidios contemporáneos porque, afirmaba el texto del acta: “Un Memorial insensible al futuro, violaría la memoria del pasado”. El Holocausto debía iluminar.
En su informe al presidente Carter, Wiesel estableció que, si bien todos los judíos habían sido víctimas, no todas las víctimas habían sido judías. Así, los discapacitados físicos y mentales, los gitanos, testigos de Jehová, homosexuales o disidentes políticos tienen su sitio en el Memorial, si bien con una presencia dispar.
Durante los primeros años de su creación se trató si debía ser un museo narrativo o un museo basado en la colección, y si la presentación debía basarse en la historia o en los objetos. Este dilema fue superado por la práctica museal convencional, y así los objetos han acabado siendo el centro de una narración historicista que sobrevive gracias a la impresionante potencia de los medios y a unos espectaculares recursos museográficos que desbordan al visitante.
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En cualquier caso, la exposición se construyó con un cometido: insistir en la identidad específica, en la singularidad, de las víctimas. Esta actitud permite explicar el núcleo universal de toda política represiva o de genocidio: la desposesión integral –de humanidad, de nombre, de identidad, de bienes– y contar el cómo y el porqué casi siempre se procede de este modo. La impresionante Torre de los Rostros –icono del museo– tiene esta misión. Una inmensa estructura que expone 1.200 retratos familiares de las personas que vivían en una pequeña localidad polaca y que fueron aniquiladas en 48 horas. Son retratos que festejan acontecimientos corrientes: una merienda, un grupo de amigos, una boda, una fiesta popular, muchachos corriendo en motocicletas, grupos de vecinos... Al cruzar la Torre, el visitante se encuentra con la narración documentada de lo que sucedió en aquel pueblo con la entrada de las tropas hitlerianas.
De hecho, la elección del Memorial es atestiguar la comisión de un crimen contra la humanidad, mostrar cómo se organizó y presentar las pruebas para que nunca jamás se baje la guardia. Por esta razón el guión de la exposición son los métodos y los efectos de un genocidio moderno, y resume su objetivo en la divisa esculpida en granito a la entrada del edificio: “Por los muertos y por los vivos, nosotros debemos ser testigos”. No hay duda de que el acierto del museo consiste en algo que aunque parezca simple no todos los museos y memoriales tienen: saber qué es lo que se quiere realmente explicar.
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En el panorama museográfico norteamericano, una de las singularidades del Museo del Holocausto es su titularidad pública, cuando la tradición estadounidense es la contraria en este tipo de equipamientos. Por otro lado, la inversión económica inicial fue enorme no sólo en el edificio –verdaderamente emblemático y en sí mismo un monumento–, sino en las expediciones que los conservadores del museo realizaron a Europa para adquirir diversos objetos y formar la colección a golpe de talonario; así obtuvieron montones de zapatos, cabellos, atuendos, retratos, documentos… Es el ejemplo de una actuación que arranca exclusivamente de una decisión moral de la Presidencia del Estado, sin que haya ninguna presión social para llevarla adelante, sin ningún conflicto.
Por este motivo, la historia y vida del Memorial del Holocausto es un trayecto “feliz”. Se ocupa de un tema que no levantaba ningún tipo de tensión social o política en Estados Unidos, a diferencia de lo que ocurrió en Europa. Y a diferencia también de las tensiones generadas en otros museos norteamericanos sobre temas tan delicados como la segregación racial, la inmigración, la masacre de My Lai, la Guerra Fría o el conflicto espectacular generado en la exposición temporal sobre el Enola Gay, el avión que lanzó la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, depositado en el Museo Nacional del Aire y del Espacio –que pertenece a la Smithsonian Institution– y que allí yace, sin apenas información sobre la efeméride y sus consecuencias.
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Precisamente un visitante de la Smithsonian, tras recorrer una exposición sobre la integración de los inmigrantes y los afroamericanos, escribió al director de uno de los museos que gestiona la institución: “Distinguido historiador: ¿qué ha pasado en la Smithsonian? ¿Qué se ha hecho de la historia que yo he aprendido y amado? Comprendo que deba analizarse la diversidad; pero, y de mí, ¿qué se dice? La Smithsonian acostumbraba a celebrar América, la potencia americana, las conquistas americanas; ahora parece concentrarse únicamente en las cosas negativas. Esta no es la América que yo recuerdo”. Al final de la carta, el visitante pedía que todos los historiadores como aquel fueran despedidos de la Smithsonian. Cabe preguntarse por qué el Holocausto hoy apenas genera polémica (a pesar del reducto negacionista), mientras que otros desastres son obviados, o incluso mirados con desagrado, a pesar de acarrear numerosas víctimas. Tal vez el Holocausto se ha convertido ya en un icono mediático más; y si es así, aquel deseo inaugural de que fuera “una lección para los genocidios contemporáneos”, a pesar de los pesares, parece que ha resultado inútil.
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