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Opinión · Dominio público

Una alternativa por hacer

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José Luis de Zárraga

Sociólogo

Ilustración de Jordi Duró

No sólo hay “mucho PSOE por hacer”. Está por hacer un discurso de gobierno de una socialdemocracia de izquierdas, el discurso socialdemócrata ante la crisis y más allá de la crisis. A falta de ello tanto dará –a quienes no son militantes, la inmensa mayoría– que se haga “mucho PSOE”. Por eso importa mucho no sólo el PSOE que hagan estos días en su congreso, sino el camino que tomen; no sólo los dirigentes que elijan, sino la política que representen.

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El PSOE se encuentra ante una decisión paradójica, que necesariamente habrá de ser, a la vez, de ruptura y continuidad, pero que sus dirigentes no saben (o no quieren) explicar bien. Aunque no se reconozca, tendrá que ser, por una parte, una verdadera ruptura con la política desarrollada por el Gobierno socialista durante los últimos años. Pero al mismo tiempo tendrá que recuperar lo esencial de la línea política que José Luis Rodríguez Zapatero llevó al Gobierno en 2004. Porque aquella era la línea correcta para un Gobierno socialdemócrata, aunque fuera enseguida frenándose y terminara abandonada durante la segunda legislatura.

Frente a la tercera vía de Blair y Schröder, que –como dice Fontana– representaba en realidad “un abandono radical de las ideas de la tradición socialista”, Zapatero representaba una recuperación de los principios de solidaridad de esa tradición. En aquel momento representaba, además, la ruptura de un alineamiento internacional con el imperialismo que nos devolvía la dignidad a los españoles. Tras casi dos décadas de progresivo alejamiento de los movimientos ciudadanos volvía a conectar con ellos y nutría de ellos su fuerza electoral. Levantaba la bandera de la ampliación y consolidación de los derechos civiles, prácticamente abandonada por los gobiernos socialistas desde la época del periodo constituyente.

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Aunque luego frustrada, alentaba la esperanza de que al fin un Gobierno progresista se atreviese a construir un Estado realmente laico –algo que también temían los reaccionarios, como probó la feroz oposición con que, desde el principio, se enfrentó la Iglesia a su Gobierno–.

Luego, entre la ofensiva sin cuartel de la derecha y los frenos internos, el desarrollo de esa línea, que había logrado despertar en mucha gente alejada de la política una ilusión hace tiempo perdida, fue frenándose. Y cuando, en el marco de la crisis, los socialistas se vieron forzados a abandonar posiciones fundamentales y no supieron explicarlo a la población; cuando dieron la impresión de no saber reaccionar y no abrieron perspectivas de futuro e incluso, con sus silencios, hicieron creer que abandonaban su línea, entonces fue, realmente, cuando perdieron el respaldo de su base social y, con ello, perdieron las elecciones.

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Pero eso no debe hacer olvidar que la línea de Rodríguez Zapatero cuando accedió al Gobierno era la correcta y que, en lo fundamental, sigue siendo, hoy, la línea correcta. Se habla –aunque cada vez más vagamente– de la reforma de la democracia. Es una necesidad no sólo para responder a la demanda popular, sino por estrictas razones de supervivencia. Sólo un Gobierno fuertemente enraizado en una base popular muy amplia y sólida puede resistir la presión –interna y externa– de los poderes económicos. Y no habrá Gobierno con una base así si no es en una democracia avanzada, donde los ciudadanos participen decisivamente en la política y no se limiten a cohonestar gobiernos con su voto.

También parece que todos los que van a participar en este congreso están de acuerdo en que hay que cambiar el modelo de partido. Habrá que ver lo que significa eso, y si no se trata de cambiar de modelo para no cambiar de aparato.

Se está discutiendo si se debe buscar un liderazgo de transición o con vocación de permanencia, para el futuro. No sé si alguien, desde dentro, cree seriamente que ese dilema es real. Desde fuera parece claro que elegir una dirección de transición es renunciar a hacer la transición, demorar lo urgente, aplazar la renovación. Toda transición es una crisis, porque en ella se deja la piel vieja y se toma una nueva. Las metamorfosis, para un organismo o para una organización, son siempre difíciles y dolorosas. Como saben los zoólogos, es una fase inevitable para la supervivencia, pero a la vez del mayor riesgo, cuando el organismo está más expuesto a todo tipo de amenazas y su vida se pone en juego. Por ello podría desearse aplazarla, demorarla. Pero la demora arruina el proceso, no permite que sea más seguro o menos doloroso en el futuro, sino que lo aborta.

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Hoy, para el PSOE, una dirección de transición simplemente sirve para proporcionar una prórroga a lo que hay, pero a la vez supone ofrecer puentes a la desbandada. No frenará la hemorragia, sino que la dejará fluir. Cuanto más se demore el cambio, más irreversible se hará la situación. Es incierto lo que significará un cambio de dirección en el PSOE. Puede no significar nada, porque quienes lo encarnen no sepan (o no se atrevan, o, al final, no puedan) ir más allá del cambio de personas. Pero lo que es seguro es a dónde conduce a ese partido el que no haya cambios: al enquistamiento y la irrelevancia política.

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