Opinión · Dominio público
Pero Churchill era un fenómeno
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En diciembre de 2021, se publicó la Encuesta Globlal sobre Drogas, que analizaba el consumo de alcohol en el mundo. Sobre el número de borracheras de cada ciudadano al año, la encuesta recogida por varios medios también en España, concluyó que Australia es el país donde sus habitantes se emborrachan más, 26,7 días al año. Le siguen Dinamarca y Finlandia.
Finlandia es el país donde la primera ministra, Sanna Marin, se ha hecho un test de drogas para confirmar que no las había consumido en una fiesta privada de uno de sus momentos de ocio, tras publicarse un vídeo del encuentro donde sale divirtiéndose con amigas. Marin es socialdemócrata y joven, muy joven para ser primera ministra y mujer: tiene 36 años. Es decir, estaba haciendo lo que tantas mujeres hacen cuando están divirtiéndose, en Finlandia y en todo el mundo.
Cuando Margaret Thatcher dimitió en 1990 tras once años siendo primera ministra del Reino Unido, con el partido conservador roto y lamentando varias traiciones, su afición nocturna al whisky con soda era un secreto a voces. Lo confirmaría más tarde en una serie de la ITV su asistente personal Cynthia Crawford, aunque la Dama de Hierro siempre negó ser alcohólica. La serie de la BBC sobre Thatcher, ficcionalizada y basada en la biografía de John Campbell, fue más allá y mostró a una primera ministra alcoholizada y débil en su final de mandato, que cayó del poder debido a su adicción.
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Tatcher era admiradora de Winston Churchill, uno de sus antecesores al frente del Gobierno británico. Churchill ya desayunaba whisky, cuentan las crónicas, pero nunca nadie lo presentó como una persona débil por ello. Al revés, para bien o para mal, el exprimer ministro de Reino Unido es una de las figuras políticas más citadas y conocidas del mundo. Que bebiera o no, es su problema, incluso aunque lo hiciera públicamente y en las instituciones. Eran otros tiempos. Y era un hombre.
Boris Yeltsin, el expresidente ruso, era muy gracioso: bebía, se emborrachaba, se reía con Bill Clinton en sus encuentros, pellizcaba a las señoras... Era un bebedor de libro, cuya imagen borracho ya había sido normalizada en las instituciones, en su trabajo. Estuvo ocho años al frente de Rusia, sin test ni nada.
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Jean-Claude Juncker nos dio grandes momentos también durante su presidencia de la Comisión Europea. Las malas lenguas de Bruselas nos dijeron siempre a los plumillas que al también exprimer ministro de Luxemburgo, le gustaba beber, divertirse y pasárselo bien, estas dos últimas cosas, como a todos y todas. Que Juncker lo hiciera durante su trabajo en una cumbre de la OTAN, por ejemplo -aunque él achacaba a la ciática que tuvieran que orientarlo entre varios mandatarios-, era lo de menos.
Boris Johnson, primer ministro de Reino Unido a punto de irse (el 5 de septiembre conoceremos a su sucesor o sucesora), se saltó las leyes -las suyas- durante la pandemia de covid para celebrar fiestas en su residencia oficial de Downingt Street. En algunas fotos y vídeos, Johnson lleva una copa en la mano; en otros, baila y se divierte a lo grande. Es lo de menos: lo grave es que el primer ministro británico se saltó las leyes en plena pandemia para hacer fiestas. Me da igual si las hizo con cocaína o con un vaso de leche.
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Marin no debería haberse hecho el test de drogas porque en la fiesta donde estuvo no incumplió ninguna ley y su baile, su diversión y su consumo de sustancias, si lo hubo, pertenecen a su vida privada. Si la primera ministra de Finlandia fuera Churchill, Juncker, Yeltsin, Johnson o el rey Juan Carlos, todo habría quedado en una anécdota de prensa rosa. Incluso con Thatcher han sido siempre más benévolos: era conservadora y tenía 54 años cuando accedió al poder.
Comprar el discurso de la ultraderecha y hacerse el test de drogas es un error y abre una puerta desquiciante para la política: tener que dar cuenta de tu vida privada sin haber cometido ninguna ilegalidad en función de las normas de unos fascistas y de los bulos que lanzan como toda estrategia política a lo largo del mundo. Un error, además, que siempre acaba pasando factura, sobre todo, a las mujeres jóvenes y progresistas, esos seres humanos que los mismos fascistas detestan. ¿Qué mujer va a querer dedicarse a la política si tiene que desnudarse en público de esa manera?
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