Opinión · Dominio público
Rescatar a los criptobros
Analista político y social en 40dB
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¿A quién se lleva por delante el pinchazo de una burbuja económica? Como sociedad, ¿a quiénes estamos dispuestos a rescatar? Son preguntas importantes en el contexto de la economía de mercado en la que vivimos, porque las burbujas son un fenómeno inherente a las mismas. Cada menos tiempo del que nos gustaría, vemos cómo el mercado hace una corrección que acaba con los fondos y ahorros de muchos inversionistas.
Desde hace unos meses asistimos a lo que aparentemente es el final de la burbuja de las criptomonedas. El “criptoinvierno”, como lo llaman eufemísticamente, está teniendo como consecuencia directa la pérdida de los ahorros e inversiones de muchos ciudadanos que creían haber descubierto en las criptomonedas una fuente de riquezas inefable e inagotable. Con ese telón de fondo, me gustaría hablar de los que sin duda son los grandes perdedores del desplome de las criptomonedas: los criptobros.
No hay una definición de consenso sobre qué o quién es un criptobro. Más allá de rasgos evidentes, como su juventud o ser mayoritariamente hombres, se pueden identificar algunos elementos que caracterizan al colectivo y que nos permiten esbozar su perfil con brocha gruesa. Los criptobros comparten ciertos códigos estéticos, comunicativos y, principalmente, ideológicos. La postura antiestablishment, acompañada de una visión negativa de los Estados y su papel regulador, los impuestos y la redistribución de la riqueza, están muy extendidas dentro de esta comunidad. Ciertamente, esto tiene mucho sentido. Como dice el refrán español “el hábito hace al monje” y, en este caso, las criptomonedas están basadas en una tecnología ultracapitalista que supone el caldo de cultivo perfecto para que emerjan y se extiendan este tipo de ideas.
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Los criptobros se han caracterizado por una actitud especialmente incómoda. Amparados bajo el paraguas de un quimérico saber técnico, miraban por encima del hombro al resto de mortales que, estúpidamente, no sabían que “el dinero puede trabajar por ti” y, más estúpidamente aún, madrugaban y se partían el espinazo para llegar a duras penas a fin de mes. Qué paleto debía de sonar aquello de trabajar cuando se podía “holdear con cojones” desde la silla de un cuarto lleno de leds. Su discurso, socialmente insolidario, se ha granjeado la hostilidad de buena parte de la población, que observa con indiferencia, cuando no con gusto, el derrumbe de su criptomundo tal y como lo conocíamos.
Y, pese a ese discurso tan desentonado en algunos momentos, los criptobros no han ganado ni un euro en general, y no son más que las principales víctimas de una estafa.
El estallido de la burbuja de las criptos nos recuerda algunas lecciones que deberíamos haber aprendido de eventos económicos del pasado. Por ejemplo, quienes más dinero hacen y menos se exponen a las pérdidas son los intermediarios. En la fiebre del oro de Alaska, los que hicieron dinero no fueron los buscadores que, tras pasar toda serie de penurias, acabaron encontrando cuatro pepitas de oro que gastaron en whisky para celebrar su fortuna. Tampoco salieron muy beneficiados quienes en 2007 decidieron invertir sus ahorros en un adosado en medio de la nada, pero con “unas conexiones fenomenales a través de una carretera que nunca llegó y en un barrio joven que se dejó a medio construir”.
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No, quienes ganan el dinero fácil son los que te venden el rastrillo, la pala y el whisky en el primer caso y el que pegó un pelotazo a base de recalificaciones irregulares y materiales baratos en el segundo. Lo mismo ocurre en el mundo cripto. Quienes se han hecho de oro han sido los creadores de las monedas y las plataformas de cambio, los que han impartido cursos de inversión y los criptogurús con métodos de inversión “completamente seguros”.
Ningún criptobro se ha hecho de oro, ninguno vive de analizar gráficos de tendencias, ni viajando por lugares exóticos, ni es un ambicioso emprendedor, ni mucho menos ha llegado a rozar la prometida libertad financiera (tener ingresos suficientes para cubrir todas las necesidades económicas sin tener que trabajar). Lo que sí han hecho es pagar por cursos, plataformas y gurús que les han transmitido su sabiduría a un exclusivo precio, por supuesto. También han gastado cientos de horas en foros especializados, tutoriales de YouTube, y directos de Twitch aprendiendo “técnicas de trading” y descubriendo la enésima moneda absolutamente disruptiva que iba a petarlo.
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Creo que detrás de los criptobros había esfuerzo e inquietud, dos actitudes básicas para el buen desempeño profesional envenenadas y mal canalizadas por el capitalismo en su versión más destructiva. La inquietud de los jóvenes se transformó en codicia, los esfuerzos se enfocaron en recorrer un camino rápido y barato hacia la fortuna que finalmente no ha llevado a ninguna parte. Les incitaron a gestionar e invertir un dinero que no tenían y a mover un producto que no comprendían.
Las criptomonedas no se diferencian tanto de las apuestas y, sin embargo, mientras que nos preocupamos por el crecimiento exponencial de las casas de juego en los barrios y el impacto que están teniendo en los jóvenes, miramos con indiferencia – o desconocimiento – cómo esos mismos jóvenes que están frente a la ruleta compran y venden criptomonedas. Spoiler: en un mercado basado simplemente en la especulación, mirar gráficos de velas japonesas es exactamente igual que comprobar cuotas deportivas.
Por esto es fundamental concienciar a los jóvenes de los riesgos que conlleva invertir en criptomonedas, también prevenir a padres y profesores, y, en la medida de los posible, hacer un esfuerzo conjunto entre administraciones para controlar y regular este tipo de inversiones. Se debería trabajar para reconducir esa inquietud por el mundo de las finanzas y la capacidad de esfuerzo que mostraron los criptobros en actividades realmente productivas y que generaran valor añadido para sus bolsillos, pero también a la sociedad en general.
El dinero que se pierda en este “criptoinvierno” será casi imposible de recuperar pero, al menos, aprendamos de nuestros errores para que, cuando llegue la próxima burbuja financiera, tengamos la capacidad, si no de frenarla, de proteger y advertir a las posibles víctimas de los riesgos que están asumiendo.
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