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Opinión · Dominio público

Feliz Navidad y próspero 1969

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Un juece, vestido con toga, en una concentración por la independencia judicial, en San Sebastián, en 2018. EFE

Allá por 2019, en un viaje en coche entre La Bisbal d'Empordà y El Prat de Llobregat, el escritor Eduard Márquez me contó que andaba dando forma a un libro sobre la última Barcelona del franquismo, una novela que yo imaginaba salvaje y peligrosa, llena de estudiantes alborotados, estampidas policiales y sótanos de la DGS. El problema, me dijo Eduard, era encontrar el timbre de voz justo, novelar sin faltar a la verdad ni traicionar la confianza de aquellos que le habían prestado testimonio durante largas horas de café y magnetofón.

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Para entonces, Eduard llevaba ocho años sin publicar. Su silencio llegó a resultar tan incómodo que en 2020 tuvo que subirse a las tablas del Teatre Romea para explicar en un monólogo abierto por qué la nueva novela no progresaba, en qué consistía el atolladero y cuántos sudores le estaba costando recuperar la historia rebelde de su ciudad. Supongo que se obró el milagro porque aquella confesión a pecho descubierto sirvió de catarsis creativa y el escritor bloqueado dio con el timbre de voz justo. Punto y final.

Le prometí a Eduard que celebraríamos la buena noticia con un acto público en la librería Louise Michel de Bilbao, así que la editorial Navona me remitió la novela, un libro robusto como un lingote que se titula 1969 y que lleva un cóctel molotov en su portada. Al abrirlo, uno comprende de inmediato el mecanismo: el escritor se ha desvanecido o se ha convertido en un médium para que unos personajes reales hablen sin interferencias, cada uno con su propia voz, en un collage narrativo donde vale lo mismo una carta del gobernador civil que la octavilla furtiva de un sindicalista.

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Durante la lectura asoma una inevitable sospecha: los relatos triunfales de la Transición han pasado de puntillas por el franquismo tardío, por aquel año en que obreros y estudiantes se sublevaron contra la autoridad y un joven comunista llamado Enrique Ruano cayó de un séptimo piso cuando se encontraba bajo custodia de la Brigada Político-Social. La hemeroteca no perdona. Algo desentona en la propaganda oficial cada vez que nos presentan a Juan Carlos I o a Manuel Fraga como artífices de la democracia.

En 1969, Fraga anuncia el estado de excepción y amenaza en nombre del gobierno franquista a todos aquellos que se han embarcado en “una orgía de nihilismo, de anarquismo y de desobediencia”. Por lo demás, el ministro de Información y Turismo debió de dar instrucciones a Torcuato Luca de Tena para que el ABC justificara la brutalidad de las redadas. Solo así se entiende que el periódico atribuyera la muerte de Ruano a un suicidio y que publicara un diario personal falsificado para avalar la versión de los policías.

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Aquel mismo año, Francisco Franco nos dejó su obsequio venenoso al entregar a Juan Carlos de Borbón la sucesión de la jefatura del Estado. El heredero del Caudillo, dice la ley 62/1969, no solo ha recibido “la adecuada formación para su alta misión” sino que también “ha dado pruebas fehacientes de su acendrado patriotismo y de su total identificación con los Principios del Movimiento”. Después el príncipe reivindicó ante las Cortes “la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936” y una salva de aplausos ratificó la solución dinástica.

La novela de Eduard Márquez, a pesar de su apariencia notarial, se vuelve entrañable cada vez que toman la palabra aquellos que se dejaron la piel en las calles o en el viaje sin retorno de la clandestinidad. Las voces del poder se expresan con un tono aséptico e intoxicado de formulismos. Los jóvenes de las revueltas, al contrario, hablan con la calidez de la confidencia, exaltan la libertad y pelean por el color y por la risa. En una nota informativa, la Policía de Barcelona anuncia que ha borrado un “rótulo subversivo” en la bajada de la Canonja nº 1: “JA, JA, JA, JA”.

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“1969 es nuestro mayo del 68”, dice el autor en una entrevista. Tal vez por eso todo explota cuando los estudiantes irrumpen en el rectorado de la Universitat de Barcelona y arrojan un busto de Franco por la ventana. “Hicimos una cadena. Lo recuerdo perfectamente, porque me lo pasó la que por entonces era mi novia. Y yo lo pasé a la persona que tenía a mi lado”. La revolución como línea de montaje fordista, quién lo iba a decir. “Creo que muchos de nosotros ya no fuimos a casa, porque éramos conscientes de que aquello iba a tener repercusiones. Como, efectivamente, acabó pasando”.

La insurgencia toma cuerpo también en las fábricas. La Comisaría de San Andrés anda inquieta porque los trabajadores de Harry Walker han esparcido unas cuartillas que exigen 350 pesetas de salario. “Mami, no me intoxiques con Camy”, claman los huelguistas de la empresa heladera. Hasta los presos de La Modelo se han puesto al borde del motín porque el obrero metalúrgico Luis Martínez Delso, acusado de pertenecer al PCE(i), ha muerto por desatención médica tras una detención violenta a manos de la Guardia Civil.

Volver los ojos a 1969 significa sumergirse en un magma de activistas, delatores, censura, consejos de guerra, ciclostil y clorato de potasa. Tenemos canciones de Karina, programas de la Pirenaica, platillos volantes trotskistas, asambleas secretas cargadas de tabaco y el potro de tortura de Via Laietana. Pero sobre todo, regresar a 1969 es una invitación al desencanto de tantas luchas frustradas. Franco murió pero fueron los líderes de la dictadura quienes diseñaron nuestra normalidad parlamentaria. Una derrota dulce o una victoria amarga.

Si todo va bien, esta tarde volveré a darle un abrazo a Eduard Márquez y presentaremos su novela en la librería Louise Michel de Bilbao tal y como nos habíamos prometido. Nosotros hablaremos del bloqueo del escritor y los periódicos hablarán del bloqueo de los magistrados derechistas. Tal vez debamos entender las discordias de hoy como un torpe reflejo de otras viejas batallas. Todo está en 1969. Quienes se resistían entonces a ceder un solo palmo de poder se resisten ahora a entregar lo que creen que por derecho natural les corresponde.

Con tribunales militares o con togas democráticas, ellos son más o menos los mismos y tampoco nosotros hemos cambiado tanto. Quizá somos un poco menos ilusos. Y estamos un poco más cansados.

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