Opinión · Dominio público
Estado de Derecho, 'lawfare' y sonrojo
Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía y catedrático de Derecho Civil
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Entre el Estado de Derecho y la ley de la selva hay una zona intermedia a la que ahora llamamos “lawfare”. El lawfare, o utilización de forzadas excusas jurídicas para lograr objetivos políticos que de ninguna manera están amparados por la ley, respeta formalmente el presupuesto del Estado de Derecho (es decir, que el poder está sometido a la ley que lo crea, lo constituye, le atribuye competencias y le marca procedimientos), pero lo vulnera materialmente porque en las decisiones adoptadas el núcleo, norte y finalidad es un interés político, y el Derecho no es más que un obstáculo a salvar o un ropaje, una apariencia.
No es fácil de delimitar el Estado de Derecho y el lawfare, en particular en tiempos de extrema polarización política: generalmente la “comunidad jurídica” acaba también polarizada y desarrolla sesgos descomunales que le hace entender como razonable toda interpretación que convenga a su bando. Incluso en casos en que se aprecian excesos o desviaciones interpretativas, suelen justificarse con “intereses superiores” que, en general, consisten en una reacción “necesaria” en defensa de (ponga aquí lo que quiera: la constitución, el Estado, la nación, la democracia), frente a intolerables agresiones del otro bando.
En esas estamos. La mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno busca fórmulas más que posiblemente inconstitucionales, de abuso de la mayoría parlamentaria, como estrategia para evitar una muy concreta y determinada actitud insumisa ventajista del PP: el bloqueo, mediante el abuso de la minoría de veto, de la renovación de dos órganos constitucionales (el CGPJ y el TC) con la finalidad de alargar temporalmente todo lo posible su mayoría en tales órganos, de tal modo que desde ellos puede condicionar, constreñir o al menos incomodar al Gobierno y a la mayoría del Legislativo. Y este bloqueo lo justifica a su vez el PP con razones que han variado en el tiempo y que ustedes conocen bien: que con Podemos no se sienta a negociar, que ese candidato no, que antes hay que cambiar la ley (la misma ley con arreglo a la cual se designaron a los todavía integrantes de esos órganos), que con quien suprime el delito de sedición no se sienta a negociar, que no se puede negociar con quien desarma al Estado frente al secesionismo y, finalmente, que hay que defender a esas instituciones de la voracidad de poder de Sánchez.
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Por supuesto, son siempre los otros los que amenazan la constitución y el Estado de Derecho. Agravio tras agravio, la espiral se incrementa, y las instituciones se convierten no en el terreno de juego, sino en los jugadores. Perdiendo así su valor institucional, es decir, malversando el patrimonio de los ciudadanos, que son los principalmente interesados en el cabal funcionamiento de las instituciones fuera de la lógica partidista. ¿Empatan los partidos en su deslealtad constitucional? Yo creo que no, yo creo que el origen de la espiral está en el descarado atrincheramiento del PP en su voluntad de controlar ilegítimamente (la expresión es deliberada) las instituciones de control a los poderes ejecutivo y legislativo, que perdieron en elecciones generales. Sánchez también quiere controlar, pero mediante el cumplimiento de la ley vigente; y al no conseguirlo, quiere cambiar la ley, y lo hace no sólo mediante procedimientos irregulares, sino también con contenidos de dudosa constitucionalidad. Pero esto ahora da igual. No trato de abundar en el debate de la semana pasada. Al fin y al cabo, no creo ni que la tramitación irregular de las modificaciones legales, ni el auto del TC suspendiendo la votación en el Senado, por más que una cosa y otra me parezcan lamentables, sean en realidad agresiones al Estado de Derecho, porque podrían estar amparadas en interpretaciones admisibles (se compartan mucho, poco o nada) y porque no usurpan competencias de otros poderes.
¿Cuál es el límite, entonces, entre el Estado de Derecho y el lawfare? Propongo una respuesta a esta difícil pregunta: el sonrojo. O mejor, la disposición de asumir el sonrojo con tal de conseguir el objetivo que se pretende. El sonrojo es la última línea de defensa del Estado de Derecho: si lo burdo no produce sonrojo al jurista, entonces el Derecho no sirve para nada. Es pura moneda de cambio, pura pose atrapada en el cinismo. Porque como mínimo el Derecho habría de servir, en las situaciones límite, para evitar la insolencia: a nadie le agrada quedar en ridículo o desautorizado entre sus compañeros. Si el sonrojo jurídico es visto como un “complejo” de alma pusilánime, apaga y vámonos.
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Y aquí quería llegar. Ha habido otro episodio dentro de toda esta historia, protagonizado por el Consejo General del Poder Judicial, que ha sido menos comentado, que sí produce sonrojo aunque algunos decidieran no sonrojarse. La cuestión tenía, desde luego, menos importancia que la paralización cautelar de la actividad legislativa de las Cortes o que la tramitación por atajos de la reforma de leyes orgánicas importantes, pero a mí me parece maravillosamente significativa. Me refiero a la petición por parte de cinco vocales del CGPJ de que la vocal Clara Martínez de Careaga se abstuviera en la votación de las propuestas para el nombramiento de los dos magistrados del TC que debe elegir el Consejo, porque está casada con quien al parecer (según los periódicos) tiene aspiraciones para presidir dicho tribunal. Por ello, dicen, la vocal tiene “interés” en el asunto: se sentirá inclinada a elegir a unos u otros según estén dispuestos a apoyar a su marido en su hipotético propósito.
Sólo escribirlo duele. Duele jurídicamente. Es un puro ardid jurídico al servicio de una jugarreta política a poco que se piense. Duele que altos juristas sostengan que una vocal del CGPJ, un órgano constitucional, no pueda desempeñar la trascendental responsabilidad de elegir a un miembro del Tribunal Constitucional, alterando el quorum necesario para la designación, por presumir que pudiera ser determinante a quién votase éste después como presidente del Tribunal en el caso de que su marido quisiera presentarse al cargo. Duele saber que semejante extravío haya sido defendido en voz alta y sin sonrojarse, que se sepa. Y duele que desde fuera se haya comprado por no pocos. Porque no hay un problema de elegir entre interpretaciones posibles. Es un puro ardid sin sustento interpretativo alguno.
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Pensemos un poco. Si tal argumento fuera atendible, entonces cada vez que alguien esté en condiciones de aspirar a un puesto provocaría el deber de abstención de los parientes que tengan competencia para tomar alguna decisión si ésta afecta indirecta y potencialmente a las posibilidades de que lo alcance. Por ejemplo, un profesor no podrá votar en las elecciones a Claustro si su esposa es catedrática de la misma Universidad, porque acaso quiera presentarse como candidata a Rectora y quienes integren el claustro pudieran ser decisivos para la elección del Rector. O, sin salir del CGPJ: ¿tendría que abstenerse un vocal al elegir al presidente del Consejo si un pariente cercano o su cónyuge son magistrados y aspiran quizás a presidir una Audiencia Provincial o a ser ascendidos al Supremo -lo que todavía no han solicitado-?: el voto del presidente del CGPJ podría ser dirimente, y por tanto, al elegirlo estarían condicionando la suerte de su pariente… ¿Se abstendrían los vocales en la elección de los tribunales de oposiciones cuando uno de sus hijos está preparando oposiciones aunque aún no haya solicitado hacer el examen? Es más: quien sostenga que Clara Martínez de Careaga tenía que abstenerse en la votación por tener interés personal en la cuestión en tanto que puede afectar a las expectativas de su marido para ser presidente del TC, ha de sostener también que su marido, como magistrado del TC y acaso aspirante a presidirlo, tendría que abstenerse en la sesión en la que haya de verificarse si los nombrados por el CGPJ o por el Gobierno reúnen o no los requisitos para el nombramiento (artículo 10.1.i’LOTC), pues en su día estarían llamados a decidir sobre su posible candidatura a presidente del TC. Y si él tiene que abstenerse, también todos los demás, salvo que juren que no van a presentarse durante todo su mandato a la presidencia. Aún más: si Conde-Pumpido no tiene que abstenerse el día que se votase su propia candidatura a presidente (eso sí que es un interés directo…), ¿por qué va a tener que abstenerse su esposa para elegir a quienes votarán con él esa candidatura?
¿No es ridículo? ¿No produce sonrojo? ¿Alguien puede de verdad sostener que Martínez de Careaga queda privada de su competencia para votar a los candidatos al TC por si se diera el caso de que su marido presentara pasado mañana su candidatura a presidir el TC?
Y sin embargo, cinco vocales del CGPJ lo han propuesto. ¿Con qué finalidad? ¿Para asegurar la pureza del proceso de nombramiento? La insostenibilidad de la pretensión hace pensar que se persiguen otras cosas, como por ejemplo rebajar el quorum exigido para nombrar a los dos magistrados del TC que corresponde designar al CGPJ, alcanzando los diez vocales “conservadores” la mayoría necesaria de 3/5 (10 sobre 16) que no podrían alcanzar de otro modo (10 sobre 17 no llega a 3/5). Es decir, tener mayoría suficiente para nombrarlos sin tener que consensuar con el resto de vocales. ¿Se imaginan a los vocales haciendo cuentas con la calculadora del móvil para calcular los 3/5 de 16 y los 3/5 de 17, y concluir que “hay que recusar a alguien”? Manos a la obra. Ya que no tenemos el poder legislativo, vamos a cambiar el quorum necesario por el truco de la recusación en el órgano en el que tenemos una vieja mayoría.
Creo que es un ejemplo de lawfare en el sentido en que lo he definido. Pero por fortuna en grado de tentativa. Porque algo muy destacable ocurrió que no debe pasar desapercibido por ser un resquicio de esperanza de que el Derecho sí sirve de algo. En efecto, otros cinco vocales conservadores, cuyos nombres merecen ser mencionados (Nuria Díaz Abad, Juan Martínez Moya, Juan Manuel Fernández, Wenceslao Olea y Vicente Guilarte), no estuvieron dispuestos a apoyar la propuesta de sus compañeros que les producía sonrojo, es decir, que les resultaba jurídicamente insoportable. Gracias a estos cinco vocales se evitó una resolución que habría puesto al Derecho a los pies de un objetivo político. El sonrojo evitó el lawfare y salvó, en esta ocasión, al Estado de Derecho. Si los 10 vocales conservadores hubiesen impuesto la abstención de Clara Martínez, la conclusión sería que el Derecho no sirve para nada cuando, quien puede, quiere con determinación algo indefendible jurídicamente.
Ojalá más juristas incapaces de superar el sonrojo. Ojalá el sonrojo sea muchas veces capaz de poner límite a la insolencia política “sin complejos”, vestida de harapos jurídicos. Porque esa es la última línea de defensa del Estado de Derecho: el sonrojo.
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