Opinión · Dominio público
Jueces en campaña a por ilegalizaciones encubiertas
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Con su última resolución, la de enmendar la plana al Gobierno por la eliminación de la sedición y la reforma de la malversación, el Tribunal Supremo y el que llaman su "cerebro en la sombra", Manuel Marchena, ha dejado claro que se presenta de tapadillo mal disimulado a las elecciones por la lista conservadora, ésa que une en la praxis -y en una posible coalición de Gobierno- a PP, Vox y lo que queda de Ciudadanos; ésa que considera que en la democracia española no todo vale, por mucho que los y las ciudadanas votemos lo que nos dé la gana dentro de los partidos legalmente establecidos. Y sí, aunque dentro de estos partidos esté uno en contra de derechos humanos tan decisivos como la igualdad de derechos y oportunidades entre todas las personas, pues como tanto repetimos quienes creemos realmente en la democracia, ella, la (ultra)derecha, cabe en nuestro país -y en nuestro Parlamento-, pero nosotras no cabemos en el suyo. Y en echarnos andan.
Somos muchos y, sobre todo, muchas las que vaticinábamos lo que ocurriría con dos de los tres pilares de la estrategia política del Gobierno progresista de coalición para esta legislatura, condicionada fuertemente por dos crisis muy graves, la pandemia y la guerra en suelo europeo. Dos de estos tres objetivos cruciales del eje de gobierno (refuerzo de políticas sociales, pacificación del conflicto en Catalunya y avanzar en una legislación feminista) chocan estrepitosamente con la ideología imperante en un Estado que introdujo nada más que la puntita (con perdón) de una transición democrática, dejando largos flecos que el PSOE tampoco se molestó en recortar cuando tuvo ocasión y una mayoría muy potente. El PSOE de Felipe González prefirió tragar y hasta subirse al cómodo carro de un Estado dominante muy conservador, capitaneado por un rey bendecido por Franco, un poder judicial que nunca transicionó (jueces que se acostaron franquistas y se levantaron demócratas) y una jerarquía católica que sigue impregnándolo todo gracias a privilegios sonrojantes.
La izquierda en España, y pese a una socialdemocracia titubeante y contradictoria (con el republicanismo o el laicismo, sin ir más lejos) o unas peleas partidistas que hacen sangrar ojos y oídos, es tozuda. El desgaste que supone avanzar en derechos democráticos en este país -no digamos para quienes toman (o intentan tomar) las decisiones o para quienes denuncian públicamente el bloqueo antidemocrático del Estado conservador- no ha impedido llegar al poder ejecutivo a la coalición más progresista de nuestra historia, respaldada en el Parlamento más plural de la ídem por formaciones de izquierda muy diversas, incluidas las independentistas vascas y catalanes. Y en ese pecado (sic) lleva este Gobierno la penitencia.
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Cuanto más se intenta avanzar en la resolución política del conflicto catalán -política como siempre tenía que haber sido-, cuanto más se va desarrollando el Derecho para proteger la auténtica igualdad entre hombres y mujeres, así como las libertades de éstas, más radical y agresiva se vuelve la ofensiva conservadora del Estado, particularmente, en aquella parte que puede hacerlo sin complejos porque se le ha permitido durante 45 años: el poder judicial.
Lo más sorprendente de todo esto es que, como ya he subrayado en más de una ocasión, el PSOE siga sin asumir que ellos y ellas también son enemigas de ese Estado profundo, y que lo son desde el momento en que Pedro Sánchez retomó con mayor desafío un camino ya iniciado por José Luis Rodríguez Zapatero con el Estatut, la ley del aborto o la del matrimonio gay. Y su degaste considerable y consecuente costó al propio Zapatero y a sus ministras, con "a", particularmente a Bibiana Aído y a Leire Pajín, a quien quiero aquí agradecer su valentía y el sufrimiento que les costó ser políticas jóvenes y feministas.
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Estos días observamos con toda su crudeza qué difícil es gobernar desde un Ejecutivo que pretende cambiar, aunque solo sea un poco, el sistema; y aún cuando cuenta con el apoyo del legislativo, cuya representación de izquierdas -tan plural, tan distinta entre partidos-, está demostrando una responsabilidad encomiable -y la paciencia del Santo Job- tratando de proteger la unidad de una coalición de Gobierno muy tocada, primero, por el cansancio de una legislatura que ha ido de sobresalto (pandemia) en sobresalto (guerra) y, segundo y sobre todo, por la complejísima tarea que supone gobernar mientras pretenden dejarse bien claras las diferencias partidistas entre socios.
El momento es tan crítico que las decisiones judiciales con respecto a las nuevas leyes del Ejecutivo relacionadas con Catalunya y el feminismo se han convertido en el material electoral más violento de la (ultra)derecha contra los partidos del Gobierno y sus socios parlamentarios, al tiempo que el poder judicial -que sigue ilegalmente en manos del PP y Vox, puesto que se configuró cuando Vox aún era PP- se ha erigido ya sin tapujos como un actor más de la batalla política; un actor muy protagonista. Es la guerra, también contra el PSOE aliado de la izquierda transformadora y el independentismo, y el mensaje, clarísimo, ha impactado de lleno en la campaña electoral: independentismo y feminismo están fuera del control conservador -es decir, se han saltado el grado de disidencia permitida- y hay que devolverlos al redil, si es preciso, con una ilegalización encubierta que les impida ejecutar sus objetivos pese al aval de las urnas, la esencia de la democracia. "¿Demo ... qué?".
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