Opinión · Dominio público
¿Crisis económica o moral?
Filósofo y escritor
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Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor
Sorprende que la Conferencia Episcopal Española, tan proclive a pronunciarse no solo sobre lo divino sino también sobre todo lo humano que no merece su aprobación, no haya hablado sobre una crisis económica que dura ya casi cinco años y castiga a la mayoría de la población, incluyendo a muchos de sus fieles. A título personal, el obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, ha pronunciado una homilía que contiene algunas críticas atinadas sobre los escandalosos beneficios de las instituciones financieras y sus sueldos blindados, a los que califica de inmorales.
Sin embargo, no puede evitar una explicación del origen de la crisis que se repite con frecuencia y que es menos inocente de lo que parece. “En la medida en que Occidente ha ido perdiendo sus raíces cristianas se invierten sus valores, colocando el tener por encima del ser. Es el motivo último por el que nuestra sociedad se encuentra al borde de la quiebra.” Y no se priva de repetir la consabida reprimenda a todos nosotros, sobre la cual he escrito en Público (1/8/12): “Es obvio que estamos ante un pecado del que todos hemos sido cómplices”.
La raíz del problema habría que buscarla en el avance de la avaricia y la deshonestidad, que han puesto el afán de lucro por delante del bienestar de la sociedad. Este enfoque del problema implica la suposición de que antes de la crisis los valores éticos gozaban de mejor salud que en el presente y que se han deteriorado con el paso del tiempo. Porque el término “crisis” alude a un cambio, a una situación que no es permanente sino que se produce en un momento dado y que se resuelve bien o mal en un periodo limitado.
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La creencia de que la historia consiste en un proceso de decadencia no es nueva. Ya Ovidio en sus Metamorfosis imaginaba la historia humana como un proceso de progresiva degradación: de la edad de oro primitiva, en la cual los hombres gozaban de una inocente felicidad, se pasa a la edad de plata, de bronce y finalmente de hierro, en la cual reina la discordia y la maldad. Por no citar el mito bíblico del paraíso terrenal y la expulsión de nuestros primeros padres en castigo por su pecado.
Basta echar una ojeada a los tiempos pasados para poner en duda esta creencia en el progresivo deterioro de los tiempos. ¿Será necesario recordar que nuestros antepasados llevaban la merienda a la Plaza Mayor para asistir a la quema de un hereje, que la esclavitud era legal hace poco más de un siglo en uno de los países más avanzados de la tierra, que en esa misma época las leyes imponían la discriminación racial y la pena de muerte en muchas naciones occidentales, y que en épocas más recientes era legal la discriminación de las mujeres y la condena a los homosexuales? ¿Podría explicar Mons. Munilla cuándo florecieron esas raíces cristianas que según él se han perdido? ¿Se refiere acaso a la revolución moral que trajo la aparición del cristianismo y que la Iglesia se apresuró a negar apenas consiguió asumir un importante poder político?
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Creo que el proceso ha sido inverso: no cabe duda de que en nuestro mundo actual prolifera lo que entendemos por mal, hasta el punto de que muchos millones de seres humanos están condenados a la miseria y la muerte prematura mientras se desarrolla en el resto del mundo una economía de la especulación y el despilfarro. Pero, aun así, creo que estamos asistiendo en ese Occidente al que el obispo acusa de haber perdido sus valores a un proceso que podría calificarse –con todos los matices y precauciones necesarias– de progreso moral.
Es evidente que ese progreso no puede entenderse de manera lineal, ni universal, ni mucho menos irreversible. Sería inútil pretender cuantificar la cantidad de bien y de mal que existe en el mundo. Pero mientras lo que llamamos mal sigue siendo lo que siempre fue, el concepto de bien se ha enriquecido cualitativamente entre grandes sectores de la población. El mal sólo ha conocido “progresos” instrumentales: si antes se destruía la vida humana de modo artesanal, hoy la tecnología ofrece sofisticadas maneras de matar, si antes los abusivos privilegios sociales provenían del nacimiento, hoy dependen del poder económico. El concepto de bien, por el contrario, ha tenido cambios cualitativos importantes, desplazando el criterio moral desde una ley abstracta situada más allá del mundo hacia el respeto del ser humano de carne y hueso. Se abre paso –trabajosamente y con muchos retrocesos- el convencimiento del carácter moralmente inviolable del ser humano, el respeto a su autonomía personal. Platón o Aristóteles no hubieran comprendido la necesidad de abolir la esclavitud, ni Kant la de respetar las diferentes opciones sexuales, pese a que se trata de tres pensadores de incuestionable sensibilidad moral. Pero además se comienza a comprender –también trabajosamente- que ese respeto a la autonomía personal no acepta límites basados en diferencias como el sexo, el color de la piel o el lugar de nacimiento sino que se extiende a todo ser humano por el mero hecho de serlo: una exigencia de universalidad que era impensable hace pocos siglos y casi diría decenios y que debemos sobre todo a esa Ilustración tan denostada por la Iglesia. Creo que la actual crisis económica no es el resultado de una pérdida de valores que existieran antes de ella sino un episodio más de los tantos que han sucedido en la historia y que existen antecedentes de crisis mucho peores que la actual en esos tiempos que añoran los partidarios de la teoría de la decadencia
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Sin embargo, los nostálgicos de los valores de antaño siguen pensando que nuestra época ha perdido las virtudes de nuestros antepasados. Y como sucede con todas las creencias, esta no es inocente. Porque inmediatamente se propone la solución: para superar la crisis es necesario que los ciudadanos recuperen los valores perdidos, y la recuperación económica vendrá por añadidura. Es decir: no se trata de evitar la especulación financiera ni de combatir el fraude impositivo ni de denunciar la desigualdad y los paraísos fiscales ni de movilizarse contra un sistema irracional sino de apelar a una -imposible- conversión moral de los corazones de los hombres. Lo cual implica desviar la atención del evidente fracaso del capitalismo financiero como sistema para centrar nuestras preocupaciones en la moral individual, de tal modo que una vez que hayamos logrado persuadir al género humano de las ventajas de la virtud –es decir, nunca- será el momento de establecer un sistema económico más justo. Mientras tanto, sigamos permitiendo que los poderes financieros gobiernen nuestra vida.
Dicho lo cual hay que reconocer que esta crisis económica tiene un fuerte componente moral, ya que más que de una crisis se trata de una estafa provocada por la avaricia, la deshonestidad y la prepotencia. Pero no porque antes tales vicios tuvieran una menor incidencia en la vida pública sino porque son manifestaciones de aquella constante que Kant llamaba “la insociable sociabilidad de género humano”, y que se ha manifestado continuamente y de diferentes maneras a lo largo de la historia. La peculiaridad de nuestra crisis actual consiste en que se está llevando a sus últimas consecuencias un sistema económico irracional, que tiende a sustituir la democracia, por la cual se ha luchado durante siglos, por la dictadura de anónimos mercados financieros. Pero este es otro tema.
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