Opinión · Dominio público
¿Dónde están los hombres?
Vocal de Mujeres de la FAVB – Federación de asociaciones de vecinas y vecinos de Barcelona
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Sylviane Dahan
Vocal de Mujeres de la FAVB – Federación de asociaciones de vecinas y vecinos de Barcelona
El debate que agita al PP en torno a la prostitución no es nuevo; pero adquiere sin duda una nueva vivacidad en medio de la actual crisis económica y social, marcada por un profundo deterioro de la situación de las mujeres. Los posicionamientos que se expresan en Madrid no son muy distintos a los que tenemos en Catalunya -comunidad que goza del triste “honor” de albergar, en La Jonquera, el mayor prostíbulo de Europa.
Las distintas propuestas reflejan una dificultad objetiva a la hora de tratar el tema; pero hay mayor unidad de lo que pudiera parecer en sus derivadas políticas… Y, desde luego, ninguna de ellas es progresista, ni favorable a los derechos de las mujeres. He aquí que Esperanza Aguirre pretende combatir la explotación sexual legalizando la prostitución. Sin embargo, el balance de los países que, desde Holanda hasta distintos Estados australianos, han optado por esa vía – siempre con la pretensión de proteger los derechos “laborales” de las mujeres prostituidas – resulta ya inapelable: la prostitución y, singularmente, la prostitución clandestina han crecido inexorablemente. Y, con ellas, la trata, la explotación de menores… y el poder económico e influencia social de las industrias del sexo. A los intereses de su poderoso lobby responde esa pulsión reguladora: si en la España oficialmente “abolicionista” funciona una red de millares de prostíbulos bajo las formas más variadas, ¿cuál no sería la expansión de ese “sector económico” en un marco jurídico más favorable?
No hay que creer que los planes del Ministerio del Interior vayan en un sentido contrario: la criminalización de las mujeres en situación de prostitución – doble victimización al tratarse de un colectivo especialmente vulnerable, compuesto mayoritariamente por inmigrantes, desprotegido y ampliamente sometido a la violencia proxeneta – va orientada sobre todo a expulsarlas del espacio público. El gobierno nacionalista conservador catalán ya lo intenta mediante una modificación de la Ley de Carreteras y a través del endurecimiento de las ordenanzas cívicas municipales (algunas de ellas, como la de Barcelona, triste legado del anterior ayuntamiento socialista, deseoso de ahuyentar cualquier imagen de miseria social de las calles de una ciudad-vitrina). Ese mismo gobierno favorece la prostitución “bien ordenada”… y pelea denodadamente por obtener la instalación de Eurovegas en Barcelona – lo que comportaría un formidable impulso al comercio sexual en el área metropolitana.
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Tampoco hay que dejarse encandilar por la pretensión de Ana Botella de multar a los clientes. La alcaldía de Barcelona ha adoptado una disposición similar. Pero, a diferencia de un país seriamente abolicionista como Suecia, donde la penalización de los clientes se integra en el marco de un conjunto de potentes políticas públicas, humanistas y feministas en defensa de las mujeres prostituidas, esas multas tienen más que ver con la voluntad de “limpiar las calles” y reconducir la prostitución hacia los circuitos organizados de la industria proxeneta que con la determinación de proteger a las mujeres. Al abrigo de cualquier mirada pública, esos circuitos encierran para ellas riesgos aún mayores que la propia calle. La presencia de varios cientos de muchachas chinas en discretos pisos-burdel del centro de Barcelona, inaccesibles a los servicios sociales, da fe de ello.
La gravedad de la situación obliga a nuestra sociedad a un abordaje radical. Ya es hora de dejar de contemplar la prostitución como una actividad que ejercen las mujeres, incluso admitiendo su carácter forzado por la violencia o la necesidad, y empezar a entenderla como lo que realmente es: algo que los hombres hacen con las mujeres, abusando de su estatuto inferior o su penuria material. No se trata del oficio más viejo de las mujeres, sino del privilegio más antiguo de los hombres. ¡Que no nos confunda la presencia de hombres, transexuales y personas feminizadas en el mundo de la prostitución! Los clientes son siempre hombres, certificando el carácter patriarcal de una institución que el capitalismo globalizado ha desarrollado en unas proporciones jamás vistas en la historia de la humanidad. Más de cuatro millones de mujeres y niñas son traficadas anualmente en el mundo con finalidad de explotación sexual. La edad media de entrada en la prostitución se sitúa por debajo de los catorce años, incluso en los países industrializados. En ese “oficio”, la tasa de mortalidad es cuarenta veces superior a la de cualquier otra actividad profesional.
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¿Debe una sociedad democrática admitir que se pague semejante peaje de indecibles sufrimientos para mantener – y renovar constantemente - una reserva de mujeres, deshumanizadas, transformadas en mercancías y destinadas a satisfacer unos apetitos viriles que tienen más que ver con un mórbido deseo de dominación que con el propio sexo? Porque la prostitución es la negación absoluta de la sexualidad femenina. El feminismo consiguió anclar en la conciencia democrática que la violación no es un exceso viril, sino un crimen contra la integridad de la mujer. Hemos logrado que la pedofilia sea condenada, e incluso que la violencia de género deje de ser vista como un asunto doméstico y sea asumida como una problemática social. Ahora, toca elevar la conciencia ciudadana hasta la comprensión de que acceder al cuerpo de una mujer mediante dinero es una violencia, se basa en violencias anteriores, atenta contra la salud y la dignidad de quienes la sufren directamente… y amenaza a todas las mujeres. Y que, por lo tanto, unas deben ser protegidas y otros castigados. Un crimen lo es más allá del supuesto “consentimiento” de la víctima. He aquí el reto. No habrá avances irreversibles en las políticas de igualdad mientras se admita que un hombre puede comprar a una mujer. No hay “putas”. Eso es una abominable construcción machista. Hay mujeres prostituidas… y, cada vez más, todas somos susceptibles de serlo.
Por eso, si compartimos con entidades como Hetaira el rechazo al hostigamiento administrativo que sufren las personas prostituidas, no podemos acompañarlas en su apología del “trabajo sexual”. Ese discurso no hace más que banalizar la prostitución, negando su violencia intrínseca, enmascarando su cruel realidad y usurpando la palabra de aquellas que mayores dificultades tienen para tomarla: la mayoría de mujeres explotadas, cuyo primer deseo es abandonar el mundo de la prostitución. Así, los intereses corporativos de una minoría se alzan contra el interés general y acaban prestando un inestimable servicio a la industria proxeneta.
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Habría que considerar seriamente la implementación del modelo nórdico. Y eso empieza por responsabilizar a los hombres y no por confortarlos en sus intolerables privilegios. Abramos el debate social. Y que nadie nos salga con que no hay recursos para ambiciosos programas de apoyo: si la explotación sexual es un delito, los patrimonios inmobiliarios y las cuentas corrientes multimillonarias, amasadas por los patronos de la prostitución, deberían ser incautados por el Estado. En el fondo, siempre acabamos hablando de voluntad política.
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