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Opinión · Dominio público

Demagogia penal y penitenciaria

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José Ignacio Lacasta-Zabalza

Catedrático de Filosofía del Derecho

Se suelen difundir varias creencias erróneas, pues no se apoyan en ninguna razón digna de tal de nombre, sino en pasiones, acerca del carácter supuestamente blando de nuestras cárceles y de nuestro sistema jurídico penal. Entran por una puerta y salen por la otra, así como que las cárceles son hoteles, son tópicos que incomprensiblemente reinan en la sociedad española y sus medios de comunicación.

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Cuando la crítica, absolutamente necesaria y bastante insuficiente, debería ir por otro lado: es urgente una modernización de nuestro Derecho penal. Es descabellado que a las cárceles vayan masivamente los pobres, como en el siglo XIX, en tanto que los delitos más graves de carácter económico viven en una zona de descarada impunidad. Que los más de setenta mil penados y condenadas lo sean, sobre todo, por delitos de trapicheo de drogas (contra la salud pública) y atentados contra la propiedad privada (hurtos, etcétera), y una generosa amnistía fiscal haya sido promovida recientemente por el actual Gobierno para defraudadores de Hacienda y blanqueadores de capital ilícito, son dos datos incontestables que hablan por sí solos.

El actual ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, ha anunciado la posibilidad de introducir en el sistema español la cadena perpetua o alguna medida similar (altas penas revisables), sabedor del eco que tienen entre el gran público sucesos como el caso Bretón y otros semejantes. Los partidarios de esas medidas acostumbran a sostener que en países como Alemania figura la condena a perpetuidad, de por vida. Bueno será recordar, una vez más, que el Tribunal Constitucional alemán ha obligado a revisar la cadena perpetua cada 15 años. Y la fecha límite no es casual, porque ese alto tribunal y la doctrina criminalista estiman que, después de quince años, se producen en el físico y en la psique del reo (literalmente) “daños irreversibles en su personalidad” y su “destrucción como ser social”. Tal y como, hace ya mucho tiempo, lo denunciara con brillantez el penalista Enrique Gimbernat ante la reforma del Código de 1995 por su incremento de los castigos de larga duración (Ensayos penales, pág. 79).

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Entonces, ¿qué es lo que se pretende? Digámoslo con claridad: la destrucción del autor de crímenes horrendos. Pero en España no solamente está prohibida constitucionalmente la pena de muerte, sino también las penas inhumanas (art. 15 de la propia Constitución). Y la cadena perpetua, por las razones expuestas, tiene ese inequívoco carácter inhumano. Además, en España un recluso, en determinados supuestos, puede cumplir íntegramente hasta ¡40 años! de privación de libertad. ¿No es esto, ya, suficiente y hasta demasiado?

Con esas propuestas de endurecimiento, Gallardón pretende dar gusto al Partido del Talión, al del ojo por ojo, tan presente siempre entre las filas conservadoras. Pero el Estado de Derecho no está para ejecutar venganzas, sino para hacer justicia, con el máximo respeto a los derechos humanos, inclusive los del delincuente. Hace ya muchos años, en 1762, Beccaria sostuvo que el Estado no puede ponerse nunca a la altura moral del asesino u homicida y reprimir la muerte con otra muerte legal. La grandeza del Estado de Derecho es, precisamente, ésa: la de no tratar jamás al delincuente como éste trató a sus víctimas.

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La represión siempre dentro de la legalidad y la proporcionalidad, lo que quiere decir, el caso es de hoy, que el autor del repugnante secuestro de Ortega Lara no ha de esperar que se le haga lo mismo que él hizo, sino que puede aguardar el mismo tratamiento que el Reglamento penitenciario reserva para todos los reclusos que sean enfermos terminales.

Pero el incremento de las penas que promueve Gallardón tiene, por otro lado, demasiado sonido a lo que los alemanes llaman Derecho penal simbólico. Es decir, aquellas reformas legales que nada van a resolver realmente, pero permiten pescar con éxito en los revueltos ríos electorales.

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Se nos suele presentar a los garantistas como ingenuos, cuando no como enfermos de “buenismo”. Pero no somos sino profundamente realistas, porque, ¿se ha creído alguien que medidas como las propuestas por Gallardón van a parar los pies, a disuadir del crimen, a un psicópata desalmado con propósito firme de delinquir? Seamos serios: es bien sabido que la pena capital en EEUU nunca hizo disminuir allí los crímenes sangrientos.

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