Opinión · Dominio público
¿Premio Nobel de la Paz para la Unión Europea?
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Fernando Luengo
Colectivo econoNuestra (http://econonuestra.org/). Profesor de Economía Aplicada I e investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales, Universidad Complutense.
¿Creíamos que lo habíamos visto y oído todo, que estábamos curados de espanto? Pues no, todavía hay margen para la sorpresa: La Unión Europea (UE) ha recibido el Premio Nobel de la Paz. Es posible que con este galardón las autoridades suecas hayan pretendido contrarrestar el continuo y creciente desapego de la población hacia las instituciones comunitarias. Pero, cualquiera que haya sido su propósito, ¿qué méritos acredita la UE para hacerse merecedora de este premio, con esta carga simbólica?
En mi opinión, el término “Paz” se convierte en un recurso retórico y vacío de significado si, al mismo tiempo que se proclama (y se reparten medallas), se están degradando las condiciones de vida de la buena parte de la población. Y esto es justamente lo que está sucediendo en la UE, con mayor o menor intensidad, dependiendo de los países. Y no vale como excusa que los mercados, como si fueran un “objeto volante no identificado”, impusieran sus lógicas, sus exigencias o su racionalidad a unas instituciones, las comunitarias, que conservarían en su código genético su vocación redistributiva de antaño y, por lo tanto, su pretensión de impulsar la cohesión social. ¿Los mercados habrían capturado las instituciones? No, cierto es que los intereses de unos y otras se funden y se confunden configurando un magma de intereses indisociable.
Sólo así cabe explicar las políticas implementadas desde Bruselas y que suponen un ataque inédito, sin límites, sin tregua a las políticas de bienestar social: drásticos recortes del gasto público en educación y salud, reducción del subsidio en concepto de desempleo y de los recursos canalizados hacia otras prestaciones sociales, alargamiento de la edad de jubilación y pérdida de capacidad adquisitiva de las pensiones, merma de los salarios de los trabajadores… y así una larga lista de tijeretazos que apuntan en la misma dirección.
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Y todo ello en nombre de la “austeridad”, necesaria, nos dicen, para salir de la crisis. Más bien, las falacias y las mentiras de la austeridad. No caben otros apelativos cuando, transcurridos cinco años desde que estallara la crisis, la situación no ha dejado de empeorar. No sólo ha pasado el tiempo sin que los resultados esperados por los gobiernos se hayan materializado, sino que en ese tiempo se ha encauzado una gran cantidad de recursos públicos en apoyo de los grandes bancos; sí, de aquéllos que están en el origen mismo de la crisis, sin exigencias, sin contrapartidas.
Además de esta sangrante paradoja, las instituciones comunitarias y la mayor parte de los gobiernos europeos mantienen, imperturbables, con más vehemencia si cabe, el mantra de “más esfuerzo, más restricciones”; proclama que se escapa a la lógica de la razón y del razonamiento económico, y que sólo podemos entender, que no justificar, si consideramos los intereses y, por qué no decirlo, los negocios en juego.
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En estos años de sufrimiento y frustración para buena parte de la población la polarización social y la concentración de la renta y la riqueza no han dejado de aumentar. No todos pierden con la crisis; atención: no estoy diciendo que no todos pierden en idéntica proporción, sino que algunos grupos están cosechando grandes beneficios, no sólo en términos económicos sino también políticos. De hecho, esta crisis ha abierto para las élites económicas y sociales un escenario de oportunidades apenas imaginado o incluso soñado hace unos pocos años.
Es dudoso que las muy mal denominadas políticas de austeridad consigan la meta que, al menos en apariencia, las justifican: la recuperación del crecimiento. Pero es seguro que están facilitando la consecución de otros objetivos que, claro está, no se formulan de manera explícita, quedan diluidos y convenientemente ocultos en una retórica tan vacía y engañosa como eficaz: “todos tenemos que arrimar el hombro”.
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Pero, más allá de esa retórica, lo cierto es que las grandes corporaciones se han apoderado de mercados y recursos “liberados” por las empresas más afectadas por la recesión; los grandes bancos han recibido enormes cantidades de dinero procedente de las arcas públicas y del Banco Central Europeo; las remuneraciones de los equipos directivos y de los grandes accionistas, monetarias y en especie, han continuado creciendo sin control alguno y, por supuesto, sin que se hayan visto contaminadas por las llamadas a la austeridad; la fiscalidad sobre el capital, los beneficios y los patrimonios continúan disfrutando o incluso han reforzado su estatus privilegiado; y el espacio europeo –las instituciones y las políticas- están cada vez más al servicio de los países ricos, sobre todo de Alemania, de los lobbies empresariales y financieras, de la burocracia comunitaria y de las agencias monetarias y financieras internacionales.
Podemos mirar en otra dirección, podemos ensalzar una Europa social y redistributiva que sólo existe en la cabeza de algunos europeístas de salón. Pero esta Europa, la que realmente existe, está practicando una violencia continua y creciente contra los trabajadores. Conceder a la UE el Nobel de la Paz, además de un sinsentido y de un gesto de cinismo, es un paso más, y me temo que no será el último, hacía el descrédito, ya muy profundo, de las instituciones comunitarias.
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