Opinión · Dominio público
Esa gente que no creerías que existe
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Cada mes de mayo se celebra en Madrid San Isidro, una fiesta popular que inunda Carabanchel de claveles rojizos y olor a carne sazonada sin mostaza. Son unas verbenas multitudinarias, masivas, que hace años rompieron la barrera del barrio y ahora atraen a todo tipo de gente, desde chavalitos de Opañel con patinete y riñonera hasta pijazos del norte con carísimos pantalones Cavalli.
Recostado en la pradera, este domingo pude ver a un grupo de estos últimos; eran cinco o seis chavales y chavalas, de una edad indeterminada entre dieciocho y sesenta años, que vestían fino y fumaban Gold; eran unos chavales irreales, lo juro, que parecían recién salidos de la parodia salvaje de un columnista trasnochado: como si hubiesen ido solo para incitarme a escribir este artículo, estaban bebiendo cubatas blancos, diría que ginebra, en copas de balón de cristal.
Vengo de Castilla, una tierra árida en la que siempre se ha idolatrado a la élite, aunque usemos unas revueltas de hace 500 años para fingir que no. En mi familia, cuando era pequeño, nos fascinaba lo que considerábamos clase alta, aristocracia y burguesía. Aquella gente que veíamos en el televisor, que se nos hacía tan lejana aunque viviera a menos de cien kilómetros de nosotros, nos parecía una élite perfecta, incluso bellísima, consagrada con sus photocalls eternos, sus sonrisas blanquísimas y sus fiestas para recaudar fondos para nadie sabe bien qué (tengo la sensación de que las clases altas han perdido su ramalazo caritativo y ya ni disimulan su posición haciendo galas del tipo solidario, pero eso es otro tema).
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Lo cierto es que aun en el instituto, pillando ya conciencia de clase y posición, seguía viendo a esa gente como unas élites perfectas y funcionales; aun considerándolas ya un enemigo rancio al que joder, sentía que eran adversarios hábiles y finos, personajes oscuros e inteligentísimos que abordaban con estrategia y perspicacia la política nacional para defender sus intereses. Hasta que me mudé a Madrid, claro, y todo cambió.
Cuando me mudé a Madrid siendo todavía un adolescente, descubrí que esa élite poderosísima e idealizada no es más que un compendio de familias endogámicas e inútiles que luchan contra quien sea, a veces pegando palos de ciego o matándose entre ellas, con el único objetivo de conservar un patrimonio rentista e improductivo que ninguno de ellos podría levantar motu proprio ni en un millón de años.
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Siempre que se satiriza a los cayetanos, esa tribu social de haraganes y vividores que estudian en privadas y compran porros en calle Huertas a cinco pavos la papela, se abre el debate de si se está exagerando con esa caricaturización de niñatos endogámicos que pierden la virginidad a los veinticuatro y llevan cinturones con banderitas de España a la altura de los omoplatos, pero os juro por mi hermana que no podría ser más real: es que son así de verdad.
Hace unos días, se hizo viral un vídeo promocional de cierta plaza de toros en el que mostraban a varios personajes patillescos del inframundo cayetano (una de ellas, la hija de un torero condenado por homicidio imprudente). Rápidamente, al ver el percal, la gente empezó a decir por redes que no podía ser verdad, que aquellas pintas y formas horribles tenían que ser una broma, una mera coña mala, y no un vídeo serio para promocionar una feria taurina, pero no, tío, fue una representación totalmente seria y afinada.
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Son pibes con la cartera ancha y menos luces que una goma cruzando el estrecho de Gibraltar; son niños odiosos, detestables y endogámicos, a los que sus padres nunca les han dicho que no; son chavales profundamente inútiles e irresponsables, pregúntale a cualquier técnico nocturno del SAMUR, que han tenido todo regalado en la vida y no saben resolver ni el más mínimo problema; es gente que existe, y que en Madrid te puedes encontrar en muchos sitios, que se va de fiesta con pantalones de Cavalli y copas de balón de cristal a un barrizal meado como es la pradera de Carabanchel durante San isidro.
Es gente, a pesar de todo esto, ante la que sientes una impotencia tremenda y unas ganas de llorar horribles cuando asimilas, porque así funciona esta mierda, que te quitan el 75% del sueldo cada día tres gracias a un contrato de arrendamiento abusivo, pero es que no queda otra que pagarles sus juergas de mierda o comérselos vivos, y a mí el código penal me da bastante miedo.
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