Opinión · Dominio público
No hubo sicarios para Assange
Directora de 'Público'
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“He is finally free”. A las 2.32 h de esta madrugada recibía este mensaje en mi teléfono. Cuando lo he leído, cinco horas más tarde, he imaginado a Julian Assange volando camino de Canberra (Australia) tras doce años encerrado, primero en la embajada de Ecuador en Londres durante casi siete años, después en una prisión de máxima seguridad británica un lustro más. Le he visualizado con la persiana de la ventanilla levantada, mirando a través del cristal, pero sin ver el cielo, las nubes, la inmensidad; le he supuesto un bullir de pensamientos y emociones, y en ese intento de calmar la ebullición y ordenar mínimamente los borbotones, he creído imposible que haya podido detenerse en algo tan simple e intenso como la belleza.
Su delito, por el que le pedían 170 años de prisión en EEUU, consistió en violar el secreto de Estado para sacar a la luz pública vulneraciones de derechos humanos y del derecho internacional, abusos y otros desmanes de gobiernos considerados democráticos, como ese paradigma de las libertades que es EEUU (léanme la ironía). Y en utilizar la tecnología y las posibilidades que brinda(ba) internet para poner a disposición de la opinión pública global, a través de la plataforma WikiLeaks, la documentación que demostraba la comisión de esos crímenes. Es decir, para hacer periodismo; o lo que entendemos por periodismo quienes ya peinamos canas.
Assange puso patas arriba el secretismo oficial para demostrar que, lejos de utilizarse para proteger los intereses de los ciudadanos, uno de sus fines principales es garantizar la impunidad de quienes cometen crímenes de Estado con la excusa precisamente de proteger a estos Estados del mal. Por cierto, permítanme recordar en este punto que en España tenemos una ley de secretos oficiales de 1968 (con 6) que todos los gobiernos, sin excepción, han utilizado de manera abusiva y que se usa para limitar el acceso a la información pública, un derecho de todos los ciudadanos y ciudadanas.
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Pero no nos desviemos. Assange ha pagado cara su osadía de fiscalizar el poder y exponer la verdad. Carísima. Y me atrevo a aventurar que el coste para el periodismo tampoco será pequeño. Porque el correctivo que se le ha aplicado al fundador de WikiLeaks lanza un mensaje claro: el poder utilizará todas las herramientas a su alcance para aniquilar cualquier atisbo de desnudarlo, o sea, de hacer periodismo. Y si esto sucede en democracias y a plena luz del día, no es difícil imaginar qué ocurrirá si la AfD acaba en el Gobierno de Alemania, o si el partido de Le Pen (Reagrupamiento Nacional) gana las elecciones legislativas en Francia.
Una de las señas de identidad del neofascismo es la utilización de los bulos y las mentiras para construir su discurso político. Parten de premisas falsas para levantar sobre ellas un relato hecho a su medida. Por eso se mueven como peces en el agua al margen de los medios de comunicación y de los periodistas. Por eso crecen y se reproducen al calor de las redes sociales, lejos de cualquiera que fiscalice sus falacias y las desmonte. Por eso señalan públicamente a periodistas y medios. Saben que el señalamiento los deja impunes ante las agresiones que seguirán a sus dedos acusadores. Son matones de baja estofa, pero con herramientas enormemente sofisticadas a su alcance que utilizan con maestría. ¿Habría salido Assange libre con Donald Trump en el Gobierno de EEUU? ¿Qué habría ocurrido con Chelsea Manning de no haber conmutado Obama su pena?
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Pero la libertad de Assange no ha sido a cambio de nada. Estamos hablando de que, para ser liberado, Assange ha tenido que declararse culpable de haber violado la Ley de Espionaje. Es como si Público fuera acusado de espionaje por haber accedido a los contratos de la Xunta de Galicia que demuestran tratos de favor de Feijóo y Rueda a determinados medios de comunicación. Da miedo hasta dejarlo escrito.
Llevamos años en un retroceso constante de derechos. Tanto, que tenemos que poner símiles como el del párrafo anterior para ilustrar su gravedad. Y sucede en toda Europa desde hace ya una década y bajo gobiernos conservadores, liberales y socialdemócratas por igual. También en España sin que el Gobierno de coalición progresista haya hecho nada por remediarlo.
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La ley mordaza nació en 2015 de un Gobierno de Rajoy con Jorge Fernández Díaz como ministro de Interior, y ahí sigue, vigente y coleando. También al calor de ese Gobierno se reformó el Código Penal dos veces, una de ellas en acuerdo con el PSOE justo después del atentado contra la publicación satírica francesa Charlie Hebdo, reforma que eufemísticamente se denominó “pacto antiyihadista”. Pues bien, aquella reforma endureció los delitos relacionados con el terrorismo y lo hizo con una redacción tan poco precisa que las filtraciones periodísticas podían llegar a ser consideradas actos terroristas.
Al calor de esa reforma penal fueron perseguidos cantantes y tuiteros y aquella, junto con la ley mordaza, dejó gravemente expuestas tres libertades reconocidas constitucionalmente: la de expresión, la de información y la de protesta. Qué casualidad que estos endurecimientos legislativos se produjeran justo después de las protestas del 15M. Permítanme, de nuevo, la ironía.
No ha habido mejor excusa que los atentados islamistas en Europa para podar derechos fundamentales. Igual que no ha habido mejor excusa que la defensa de la integridad de los Estados a través de sus secretos para activar la maquinaria global del fango y los grilletes contra Julian Assange.
En un país como Eslovaquia, posiblemente Assange habría acabado acribillado a tiros en su casa junto a su novia. Pero no fueron las conexiones mafiosas del entorno del primer ministro eslovaco las que denunció Assange, sino gravísimas vulneraciones de los derechos humanos, comisión de crímenes de guerra, ejecuciones extrajudiciales y tortura por parte de los EEUU, aparte de las bochornosas bajadas de pantalones por parte de numerosos Estados, entre ellos varios europeos, ante las demandas estadounidenses, que quedaron al descubierto con el Cablegate.
No, no hubo sicarios para Assange, sino una persecución sin cuartel de la que fueron cómplices (y lo siguen siendo) no pocos de los medios de comunicación que al principio WikiLeaks utilizó como aliados para difundir sus filtraciones. No hace falta viajar a desiertos remotos ni a montañas lejanas, que diría ese medio hombre de apellido Aznar, para encontrar artículos este mismo martes que vuelven a bucear en la personalidad del australiano y que abordan como algo anecdótico o como una percepción de “algunas personas” las profundas grietas que abre el caso Assange en la libertad de información y en el periodismo. Ojalá tengan razón. Por el bien de nuestras maltrechas democracias.
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