Opinión · Dominio público
Los porqués de la larga resistencia siria a la primavera verde
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Pablo Sapag Muñoz de la Peña
Profesor-investigador de la Universidad Complutense de Madrid y del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile
A dos años del comienzo de la crisis siria, resulta evidente la capacidad de resistencia del gobierno de Bashar al Asad. Resiliencia que deja fuera de juego a quienes pronosticaron su rápida caída en el marco de la mal llamada “primavera árabe” –más bien es verde, el color del Islam político suní militante-. También a los analistas que tras el fracaso de su primera predicción justifican esa resistencia en el apoyo de Rusia, China y otras potencias. Tal variable no es suficiente, porque aliados tanto o más poderosos tenían los regímenes de Túnez y Egipto, donde las revueltas supusieron cambios políticos a poco andar las protestas. Ahí están Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Turquía, puntales de los gobiernos de Túnez, Egipto e incluso Libia hasta que dieron a sus antiguos aliados por perdidos y cambiaron de bando. Esa explicación, pues, no sirve para el caso sirio, como mucho ilustra la mayor coherencia de las políticas exteriores de Rusia, China y otros frente al oportunismo zigzagueante de occidentales y turcos.
Para entender la resiliencia siria hay que aproximarse a la estructura del régimen, que contrariamente a lo que sostiene la oposición islamista suní y sus poderosos aliados externos no es una estructura de poder exclusiva de la minoría alauita. En tal caso hace mucho que el régimen se habría derrumbado. El gobierno sirio, fiel a la ideología baazista que lo inspira es multiconfesional, tanto como la propia sociedad siria. Esa pluralidad se aprecia en todos los escalones de la administración, empezando por el Ejército.
La cuestión clave de la multiconfesionalidad de la sociedad y el régimen también explica el fracaso de otro de los argumentos de la oposición islamista a la hora de lograr una movilización decisiva en contra del Gobierno. Fuera de las apelaciones a la democracia con las que al principio lograron movilizar a parte de la desinformada opinión pública occidental, la propaganda en árabe de los islamistas y en particular hacia el 60% de sirios de confesión suní se ha centrado en la idea de que el Gobierno es kafir, es decir infiel, o hereje. Con ello se ha buscado una movilización general de los suníes dentro y fuera de Siria en contra del alauita Al Asad. No lo han logrado. Tampoco al acusar al Gobierno de ser ateo y perseguir la religión en general, mensaje destinado a lograr una movilización transversal de las distintas confesiones, cristianas y musulmanas. Tampoco ha operado porque el baazismo sostiene que el Estado no debe aliarse con ninguna confesión para que todas tengan su espacio. En otras palabras, el régimen sirio es cualquier cosa menos antirreligioso. Esa idea está presente en muchas de las políticas desarrolladas en las últimas décadas, en especial tras la anterior revuelta armada islamista (1976-1982). A partir de entonces y lejos de intentar erradicar la religión del espacio público, el régimen ha favorecido la manifestación de la religiosidad de la sociedad y en particular de las muy arraigadas en ese país corrientes suníes sufíes, las mismas que a lo largo de los siglos han desarrollado el concepto de la multiconfesionalidad apostando por el cultivo de la espiritualidad interior frente al islam militante y político propugnado en su día por la Hermandad Musulmana y hoy por ese y otros grupos. Han surgido así importantes jeques suníes como los Kuftaro, Mohammed Habash (miembro del Parlamento sirio), Said Ramadán al Buti o el Gran Muftí de Siria Ahmed Hassoun, cuyos discursos en contra del islamismo excluyente y salafista importado de Arabia Saudí y otras latitudes son muy elocuentes. Tanto que su hijo fue asesinado a finales de 2011 por uno de esos grupos salafistas que operan en Siria. Esa visibilidad de líderes religiosos suníes alentada por el régimen desde hace mucho tiempo es una de las claves que explican una resistencia que se nutre de su capacidad de mantener, dos años después de iniciada la revuelta, un importante apoyo popular. Encuestas de la islamista y antisiria Qatar Foundation así lo demuestran.
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El elemento no islamista de la revuelta tiene más que ver con las políticas de apertura económica neoliberales (infitah) con las que el Gobierno sirio perseguía varios objetivos. Por un lado lograr vías alternativas de capitalización tras la merma de las modestas reservas de petróleo del país que décadas anteriores permitieron al Baaz mejorar las condiciones de vida de las capas más desfavorecidas. La infitah también debía servir para aflojar algo la presión de EEUU, desplegado en el vecino Irak desde 2003, y el impacto económico de la salida de las tropas sirias de el Líbano en 2005. Por último la liberalización era un guiño a la burguesía tradicional siria, desplazada desde la llegada al poder del socializante Baaz en 1963 y desde entonces aliada de una Hermandad Musulmana en sus orígenes elitista y defensora del liberalismo económico. Sin duda que esa apuesta ha restado a Bachar al Assad del apoyo de ciertos sectores populares que tradicionalmente fueron aliados del baazismo, como campesinos u obreros. En todo caso, su cierta complicidad con la burguesía le ha permitido evitar una reedición del pacto del islamismo radical con la elite económica tradicional, amenaza más seria para el régimen dado el nivel de organización y los apoyos externos de los islamistas.
En definitiva, la complejidad del régimen sirio y su permanente acomodo estratégico interior explica mucho mejor su capacidad de resistencia que lo que ocurre en el frente exterior. Ese ámbito sólo será decisivo si se produce una invasión que sin duda será resistida por la mayoría del pueblo sirio que, además de multiconfesional, es anticolonialista y antiimperialista.
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