Opinión · Dominio público
Salvar a la civilización occidental es un trabajo duro
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Roger Stone baja las escaleras de su casa vestido con un traje de la bandera de los Estados Unidos. Parece un payaso, un bufón, una caricatura de cualquier parodia sobre aquel país. Es la noche de las elecciones presidenciales, el tres de noviembre de 2020, y Stone está convencido de que su amigo Donald Trump ganará de nuevo. Llega a una casa donde le esperan varias personas ataviadas con todo tipo de merchandising de la campaña de Trump y una mesa llena de comida basura y bebida en vasos de cartón. “Aseguraos de estar listos en caso de que haya controversia en estas elecciones”, les dice desde un balcón a los asistentes. Parece el cumpleaños de cualquier adolescente. La escena es cutre. Todo lo que rodea en general a este personaje y a gran parte de la política norteamericana lo es, a pesar de los millones de dólares que lo apuntalan y lo riegan todo.
Stone es un viejo conocido del grupo de poder republicano norteamericano. Antes de Trump, había trabajado para Nixon y Reagan. Es un estratega, un master of puppets, un titiritero que maneja bien el discurso, la comunicación política y las relaciones con el poder. Igual está con multimillonarios que pagan sus campañas en hoteles de cinco estrellas, que se pasea por la calle con los neofascistas de los Proud Boys como si fuese el líder de una banda. El documental Tempestad en Washington (Christoffer Guldbrandsen, 2023) sobre la implicación de Stone en la campaña de Trump, sirve para hacerse una idea no solo del personaje en sí, sino del tipo de personas que marcan muchos de los debates generales, condicionan la política y provocan acontecimientos de diversa magnitud. No sorprende verlo con personajes de su misma calaña como Alex Jones, Tucker Carlson y con todo el elenco de estrellas del ecosistema mediático, empresarial y político tóxico y multimillonario de la ultraderecha.
Sus mentiras han sido expuestas no en pocas ocasiones, y alguna vez hasta han sido condenadas por la justicia. Son personajes arquetípicos que encajarían perfectamente en cualquier película como el malvado manipulador y sinvergüenza sin escrúpulos, y que sin embargo cuentan con millones de fieles seguidores, de financiadores y devotos, a quienes hace sentir especiales por conocer estas verdades alternativas (es decir, que se creen sus mentiras) y que forman parte de ese ejército capaz de cualquier cosa. Desde entrar armado a una pizzería para buscar a los niños secuestrados por Hillary Clinton, a asaltar el Capitolio. Y es que la idea del robo de las elecciones mediante fraude, bajo la campaña Stop The Steal, fue impulsada por el propio Stone.
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Cuatro años después, el expresidente Donald Trump acaricia de nuevo la Casa Blanca. Esta semana, su amigo Elon Musk, propietario de la red social X, conversó con él en dicha red, un acontecimiento que levantó gran expectación y que estuvo plagado de halagos mutuos y desinformación. Desde que el magnate se hizo con X, la infección de bulos y la promoción del odio y de la extrema derecha está desbordando esta red, que ha perdido ya toda credibilidad. Se ha convertido en un canal más de la extrema derecha, presente en todo timeline sin invitación, promovida y premiada económicamente por los algoritmos. El odio, la desinformación y el fascismo son un negocio rentable.
Es muy preocupante que no haya freno ni manera de advertir las mentiras, al menos mediante herramientas tan grandes como las que las promueven. La desproporción de fuerzas es evidente, por mucho que haya agencias de verificación, notas de la comunidad o internautas comprometidos que intentan frenarlo. Parece que todo se vaya precipitando poco a poco, y cada vez más rápido, hacia una fantasía distópica, onírica, donde no hay casi herramientas para certificar lo que es real y lo que no. Y donde un simple tuit puede acabar con la quema de un hotel donde viven familias refugiadas o con un intento de golpe de Estado.
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No hay compromiso ético con la verdad ni con los derechos humanos en ninguna red social. No es ninguna condición legal para una empresa que así sea, más allá del cumplimiento de la ley, algo también arbitrario y cuestionable según el caso. El eximente moral que permite el libre mercado a toda empresa puede sortear censuras en algunos casos, pero no puede ser una carta blanca para normalizar el odio y la mentira. Sin embargo, esta trampa del libre mercado y, hay que admitirlo, de una supuesta libertad de expresión que exime de toda responsabilidad del emisor, permite el lucro y la promoción de personajes despreciables cuya única intención es ganar dinero y hacer que todo estalle por los aires. Las distopías son un negocio muy rentable para quien, en ausencia de responsabilidad, es capaz de cualquier cosa en beneficio propio.
Decir la verdad, tener razón o cualquier causa noble en sí misma no es nunca suficiente para ganar batallas. No es una cuestión de subjetividades decidir qué es cierto y qué no, cuando hablamos de hechos objetivos. Por eso todavía podemos identificar y advertir conspiranoias y bulos, y hasta existen herramientas legales para sancionarlo. Estas sirven siempre de excusa para que quienes son advertidos o sancionados se victimicen y se presenten como perseguidos por decir aquello que ‘El Poder’ no quiere que sepas. Así funcionan todas las teorías de la conspiración, y así se lucran todos los sinvergüenzas como Musk, Trump, Jones, Stone, o Carlson en los EEUU, y los cientos de imitadores y aprendices que tenemos ya en España y en todo el mundo, usando exactamente las mismas fórmulas, los mismos marcos, las mismas herramientas, todos al servicio de la distopía fascista. Todos ellos forman parte de la misma internacional reaccionaria, y del mismo negocio del odio y la desinformación. “Salvar a la civilización occidental es un trabajo duro”, dice Roger Stone al inicio del documental mientras se enciende, arrogante, un enorme puro.
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