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Opinión · Dominio público

Piruletas de guerra

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Imágenes de la cuenta 'renadfromgaza' en Instagram

Descubro a Renad a finales de mayo, cuando Instagram me recomienda su cuenta, Renad in Gaza. “Piruletas de guerra” es el título del vídeo destacado, que muestra cómo una niña palestina de diez años prepara unos caramelos a base de azúcar derretido. Lo hace en una tienda de campaña en Gaza central, uno de los puntos de la Franja en los que se encuentran desplazados, bajo asedio israelí, unos dos millones de palestinos, aproximadamente la mitad de ellos niños y niñas.Renad sonríe a cámara mientras coloca un hornillo sobre una bombona de butano, derrite azúcar en un cucharón y después lo deja caer en pequeñas porciones en papel transparente sobre unos palillos. “Lo dejamos enfriar y queda delicioso. No os fijéis en la forma, lo importante es el sabor”, ríe.

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Retrocediendo hasta los primeros contenidos de su cuenta, descubro que fue creada el 30 de marzo, seis meses después de que Renad fuese expulsada de su hogar en Gaza junto con el resto de su familia, en plena campaña de bombardeos israelíes. En sus inicios, compartía imágenes de la rutina diaria bajo el asedio: leer, escribir en su cuaderno, hacer pan, avistar el cielo ante el sonido de un avión que acecha. Siempre con las etiquetas #Gaza, #Palestine y #FreePalestine. Con el paso de los meses, la cuenta se fue especializando, centrándose en ofrecer recetas de cocina en tiempos de guerra.

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Cocinar a través de Instagram en plena hambruna

Cocinar cualquier plato de la rica gastronomía palestina en el actual contexto de genocidio es toda una proeza, teniendo en cuenta que los precios se han disparado hasta el punto de que ingredientes como el tomate son ya inaccesibles a la población, y que el suministro de productos básicos es sistemáticamente interceptado por el ejército ocupante. En este contexto de asedio sostenido, la falta de acceso a alimentos ha provocado una “catástrofe alimentaria” que se ceba en los más pequeños. Esto es más extremo si cabe en la parte norte de la Franja, donde la entrada de ayuda humanitaria es aún menor que en el resto.

Según Save the Children, decenas de criaturas han muerto de malnutrición en los últimos meses. Rachael Cummings, líder del equipo de la organización en Gaza, señala que "la tasa de deterioro de la población aquí es extraordinaria. Comunidades previamente saludables simplemente se están desmoronando. Estamos viendo aumentos en los casos de niños con diarrea, ictericia, afecciones respiratorias, que son todas enfermedades que, cuando se combinan con el hambre extrema, pueden matar a un niño en días."

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Fadi Salfiti, formador en trabajo social y comunitario gazatí afincado en España, con quien hemos hablado para este artículo, nos cuenta que “en momentos en los que no ha entrado absolutamente nada, los niños han llegado a comer hojas de los árboles, hierbajos que encuentran por los caminos”. Salfiti, que antes de establecerse en España trabajó durante años con niños y niñas en la Franja, señala que el hambre tiene efectos muy rápidos y devastadores en los cuerpos de los más pequeños.

“Es algo que está documentado, que todo el mundo está viendo porque la población se está ocupando de hacernos llegar los efectos del genocidio en las criaturas. ¿Cómo es posible que esas imágenes no estén generando una reacción de indignación en todo el mundo?”, se pregunta.

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En los momentos en que entran algunos suministros básicos en los campos de desplazados en los que Israel ha convertido la Franja, Renad desafía la carestía preparando ante sus seguidores platos creativos con los escasos utensilios a su alcance. Con ayuda de su madre y otras personas de la comunidad, se sirve de piedras y hornillos improvisados y busca hábilmente con qué sustituir ingredientes a los que no tiene acceso. El resultado es una variedad de platos tradicionales de la gastronomía gazatí, palestina, regional e internacional: un cremoso hummus, unas deliciosas qatayef, un pastel de naranja, unos espaguetis con tomate y champiñones, siempre con la coletilla “de guerra”. “Mutabbal de guerra”, “hamburguesa de guerra”, “falafel de guerra”.

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Con el paso de los meses, Renad se ha ido convirtiendo en una pequeña estrella de Instagram que domina el hábitat y maneja con destreza el equilibrio entre entretener y concienciar, insertando entre las recetas noticias sobre bombardeos cercanos a su tienda, el efecto que tienen en personas de su entorno, o reflexiones sobre el genocidio en curso. “Infancia perdida”, “¿Creéis que sobreviviremos?” o “Palestina libre” son mensajes recurrentes. A la vez, maneja las últimas tendencias para mantener a su comunidad siempre a la última, tirando de trucos virales y adaptándolos a la situación extrema en la que vive.

“Atención a este truco para abrir una lata”, dice mientras muestra cómo abrir una lata de tomate sin abrelatas. “Hoy vengo con un unboxing”, sonríe mientras desempaqueta una caja de productos básicos enviados por una organización de Emiratos Árabes Unidos. “Hoy no traigo un unboxing sino un boxing”, bromea, mientras arma paquetes de ayuda humanitaria que luego repartirá a otros desplazados como ella.

Bombas contra refugiados, silencio en Instagram

A mediados de julio, la cuenta Renad in Gaza supera ya el medio millón de seguidores en Instagram. Soy una de esas fieles seguidoras que no se pierde un vídeo, que comprueba su número de visitas y lee los comentarios, la mayoría amables, a sus recetas. Algunos alaban su mano en la cocina, otros se compadecen de su situación, muchos la animan a resistir. Le agradecen ser un bálsamo, un soplo de aire fresco en este horror del que el mundo es testigo. Renad se nutre de esos mensajes, los celebra y agradece. Pide, como tantos otros palestinos abandonados por la comunidad internacional a la barbarie del genocidio, apoyo económico para poder sacar a su familia de Gaza. “Quiero ayudar a mi familia, más ahora que mi madre se ha quedado viuda”, se lee en un comentario destacado en su perfil.

A finales de ese mes, se hace el silencio en su cuenta. Vuelvo una y otra vez a su último vídeo, una receta de bamieh al estilo gazatí a la que ella da su toque personal, riendo cuando confunde el nombre de alguno de los ingredientes. Lleva el pelo recogido en unos moñitos de estilo japonés, una camiseta verde de verano y un vaquero. “Como no tenemos horno de gas, hacemos fuego con esto”, explica mostrando a cámara una cajita que rellena de algodón medicinal al que prende fuego con un chisquero, antes de colocarla bajo una olla de metal.

El silencio de Renad coincide con una nueva tanda de bombardeos. Los anteriores ataques al campo de refugiados Tel al-Sultán en Rafah, donde miles de personas se habían hacinado tras la invasión israelí, dejaron imágenes espantosas: tiendas de plástico ardiendo con las familias dentro, decenas de cuerpos calcinados, irreconocibles, buena parte de ellos niños y niñas. Los bombardeos son continuos y devastadores, sin distinción entre civiles y combatientes, entre adultos y niños. Nadie está a salvo y nadie sabe si estará entre los supervivientes del próximo ataque.

La deshumanización de toda una población, incluidos los más pequeños

Estos ataques, lejos de ser incidentes aislados o los manidos “efectos colaterales”, constituyen la normalidad, el día a día de una población gazatí asediada por tierra, mar y aire. Si nos centramos solo en la infancia, las cifras son apabullantes. Según UNICEF, entre octubre de 2023 y mayo de 2024 más de 14.000 niños habían sido asesinados, miles más habían resultado heridos o perdido a familiares, seres queridos o amigos, y se calcula que unos 17.000 están solos o separados de sus familias. Más de 2.000 criaturas han perdido miembros de su cuerpo, incluidos sus ojos, o sufren discapacidad permanente debido a los ataques israelíes. Toda la población infantil de Gaza, continúa el informe, ha sido sometida al trauma de la guerra, cuyas consecuencias arrastrarán de por vida. Dicho de otro modo, Gaza se ha convertido en “un cementerio de niños”.

Según Fadi Salfiti, “hace muchos años que los niños de Gaza sufren fuertes traumas psicológicos. La diferencia es que ahora los niños viven la muerte a diario, llevan casi un año viéndola y viviéndola a diario, sin interrupción”, señala, a la vez que destaca la impotencia de médicos, terapeutas y otros especialistas.

“Hemos llegado a una fase de impotencia absoluta. Llamamos a psicólogos y sociólogos del mundo a inventar una nueva psicología y nuevos mecanismos de trabajo, porque lo que están viviendo niños y adultos en Gaza no lo cubre ninguna metodología, ni puede ser imaginado siquiera por un ser humano que no lo haya experimentado”, recalca.

“Es importante recordar que esta violencia extrema que sufre la población, y que se ceba en los niños, es algo de lo que los palestinos llevamos mucho tiempo advirtiendo. No surge de la nada, sino que supone la culminación de un proceso de deshumanización que comenzó hace décadas”, concluye Salfiti.

Según Brice de le Vingne, responsable de la unidad de emergencias de Médicos Sin Fronteras, “desde octubre (y ciertamente antes), la deshumanización de la población palestina ha sido una característica distintiva de esta guerra. Frases hechas como ‘la guerra es así’ actúan como anteojeras ante el hecho de que niños demasiado pequeños para caminar están siendo desmembrados, eviscerados y asesinados”, señala.

Los niños llevan décadas en el centro del discurso deshumanizador que abandera la ultraderecha israelí, que se ha ido haciendo fuerte y expandiendo sus tentáculos por las instituciones del Estado. Ya en 2015, la entonces ministra de justicia de Israel Ayelet Shaked compartió un texto del escritor Uri Elitzur en el que se refería a los niños palestinos como “pequeñas serpientes”, justificando el castigo colectivo a toda la población por las acciones concretas de militantes palestinos. “Las madres de los mártires deberían seguir a sus hijos, nada sería más justo”, desarrollaba sin ambages el texto, antes de explicar que sus hogares deberían ser destruidos, ya que en esos hogares esas madres criaron serpientes. “Si Israel no bombardea las casas de las madres palestinas, allí se criarán más pequeñas serpientes”.

De aquella deshumanización, este genocidio. El pasado mes de agosto, el ultraderechista ministro de finanzas israelí Bezalel Smotrich aseguró durante la Conferencia Katif para la Responsabilidad Nacional que “sería justo y moral” dejar morir a los dos millones de residentes de Gaza, criaturas incluidas, hasta que se recuperarse al último de los rehenes israelíes, “pese a que ningún país en el mundo nos lo permitiría”.

Son solo algunos ejemplos, unas citas de entre decenas, cientos, de declaraciones institucionales que evidencian que nada de lo que estamos viendo es nuevo, ni fruto de una reacción a los crímenes de Hamás del 7 de octubre. El genocidio en curso es la culminación de una estrategia de décadas que tiene como objetivo la deshumanización del otro y el empeño en su desaparición. Una estrategia en la que la guerra contra la infancia ocupa un lugar central.

La impunidad es global, y contagiosa

En esta ruptura de todos los umbrales contra la población civil, y contra los más pequeños en particular, Israel no está solo. La impunidad que vivimos hoy, esa que ha propiciado una guerra contra la infancia que no conoce límites, entronca con un contexto regional convertido en un laboratorio de crímenes contra la humanidad. Plagado de dictaduras, guerras, e injerencias regionales y globales, en el que las violaciones de derechos humanos campan a sus anchas y brilla por su ausencia la rendición de cuentas.

Que las criaturas, lejos de estar protegidas en los conflictos, se han convertido en objetivo de quienes buscan la destrucción total del otro, es algo que conocemos bien quienes hemos vivido de cerca los crímenes contra la humanidad sufridos por la población de Siria desde el inicio del proceso revolucionario de 2011 y la represión brutal con que fue recibido. No es casual que las primeras víctimas de aquella represión, que llegó a conocerse como “guerra contra la infancia”, fueran los más pequeños.

En marzo de 2011, un grupo de niños de Daraa, tras pintar en una pared de su colegio el mensaje “El pueblo quiere la caída del régimen”, fueron detenidos y devueltos a sus familias con las uñas arrancadas. Poco después, Hamza al-Khatib, de trece años, fue detenido y asesinado tras participar en una manifestación pacífica en Homs; su cuerpo fue entregado a su familia con tantos signos de tortura que costaba reconocerlo. Son solo dos de los ejemplos que más atención captaron en aquellos días. Dos años después, en 2013, más de 400 niños sufrieron el bombardeo químico de Ghouta, el más mortífero de la historia reciente.

Las evidencias del intento de destrucción del otro que empieza por los más pequeños y vulnerables son incontables en el caso de Siria, en el que decenas de miles de criaturas han sido asesinadas desde aquella primavera de 2011 (en 2014, las Naciones Unidas se declaró incapaz de llevar la cuenta de las víctimas). El hecho de que allí se rompieran tantos umbrales (los bombardeos de hospitales como estrategia de guerra, la nula distinción entre civiles y combatientes, el uso de armas químicas…) ha facilitado el camino a Israel, además de a otras prácticas de terror de estado que puedan continuar floreciendo.

Y viceversa. En estos meses de ataques israelíes, el régimen sirio ha intensificado sus propios bombardeos contra la población civil siria, con efectos devastadores en la infancia. Sabiendo que, si ya habitualmente la atención sobre Siria es escasa, lo es más todavía en estos momentos de mirada hacia Palestina. No hay líneas rojas, como de sobra han comprobado los responsables de crímenes contra la humanidad de uno y otro Estado.

Los niños son siempre nuestros

18 de agosto: Renad ha vuelto. Va vestida con una camiseta blanca con estrellas de colores, está más delgada y con las ojeras más pronunciadas. Hoy no trae una receta de cocina, sino una especie de comunicado en el que explica por qué se ha retrasado en subir contenidos. Los últimos acontecimientos en la zona en la que se encuentra asediada junto a su familia se lo han impedido.

Con una sonrisa que ilumina la pantalla, da las gracias a sus 700.000 seguidores, antes de apelarles directamente: “Nos han vuelto a decir que evacuemos, ¿pero adónde?”, pregunta. “Somos desplazados, esto es un genocidio. No tenemos adónde ir”.

Renad es la voz de la conciencia de quienes aún tenemos conciencia. De quienes consideramos, como decía el escritor afroamericano James Baldwin, que “los niños son siempre nuestros, cada uno de ellos, en todo el planeta”. Ya sean palestinos, sirios, israelíes, sudaneses o de cualquier otro lugar del mundo, allá donde requieran atención y protección.

El próximo 20 de noviembre de 2024 se cumplen 35 años de la aprobación de la Convención sobre los derechos del niño y estamos lejos de garantizar los derechos que se consagran en ella. En particular en contextos de conflicto armado, donde la violencia contra los más pequeños no ha hecho más que aumentar en los últimos años, pese a la obligación de protegerlos que imponen a los Estados y a la comunidad internacional convenciones como la Declaración de Ginebra de 1924. “La humanidad ha de otorgar al niño lo mejor que pueda darle”, es la hermosa declaración de intenciones que recoge el texto.

“Empiezo a sospechar que quien es incapaz de reconocer esto (que los niños son nuestros) es ajeno a la moralidad”, decía también Baldwin. Hoy, en este contexto de impunidad global y contagiosa, es más importante que nunca reivindicar esa infancia nuestra, de todos, frente a enemigos de la humanidad ajenos a cualquier atisbo de moralidad como los del estado israelí, y frente a la pasividad de la comunidad internacional. Por Renad, por Tala, por Hind, por nosotros mismos.

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