Opinión · Dominio público
Esto no es espectáculo
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JAVIER SÁDABA
En 1977 se publicó la Declaración de la Liga Internacional de los Derechos de los animales. Fue aprobada enseguida por la Unesco y por la ONU. Consta de 14 artículos y en ellos se relata cómo hay que tratar a los animales. No se les debe considerar objetos, como una piedra o un jarrón, sino permitir su desarrollo natural. Y para ello todo un conjunto de recomendaciones para respetar su vida, su libertad y evitar el encarnizamiento o la diversión a su costa. Una Declaración no es un Pacto o un Convenio pero indica una consensuada manera de actuar, es una guía de intereses y una llamada al sentido común. Y en concreto una condena de las corridas de toros en donde se humilla, tortura y mata a un toro previamente adiestrado para ir a una plaza en la que su dolor será parte esencial de lo que, ridículamente, se llama fiesta.
Más allá de la declaración en cuestión, los toros, en su versión de festejo regulado incluso por la autoridad gubernativa, son una inmoralidad. O para ser más exactos, corrompen la base de la moral que suele recibir el nombre de ética. Porque de la misma manera que podemos tener códigos morales diferentes, piénsese en el aborto o en la eutanasia, a todos nos unen ciertas actitudes básicas sin las cuales sería imposible la convivencia. Por ejemplo, la igualdad ante la ley, no discriminar a nadie por ser rubio o moreno o por ser hombre o mujer. En la base de tales actitudes se sitúa el no hacer sufrir a nadie innecesariamente, de forma inútil. Que el dolor forma parte de nuestra vida es harto conocido. Se trata de una alarma o sistema que nos sirve para sobrevivir. Por ejemplo, si no me doliera la mano acercarla al fuego me la destruiría. Pero existe un dolo adicional, propio de nuestra idiotez o maldad y que habría que eliminar como un objetivo prioritario. En caso contrario no sólo somos insensibles sino claramente inmorales o antiéticos y, por tanto, reprobables. Torturar, prolongar el dolor cuando puede evitarse o provocarlo por gusto, placer, juego o puro primitivismo es lo que sitúa a quien lo provoca en la zona cero de la ética. Y es lo que sucede en las corridas de toros.
El toro, aparte de su genealogía animal, de los mitos que nos retrotraen a la imagen de la figura divina en el neolítico o a leyendas como el Toro de Creta del que nacerá el Minotauro, cuerpo de hombre y cara de toro, es un mamífero muy desarrollado. Su sistema nervioso es parecido al nuestro. Sus neuronas producen unos neurotransmisores relacionados con el dolor y con el placer semejantes a los nuestros. Hoy conocemos lo suficiente de neurociencias como para poder afirmar que la divisa, la suerte de varas, las banderillas, el estoque o la puntilla son causa lenta, programada, sangrienta, dolorosa y bárbara acción del hombre contra el toro. Una acción daña, directamente, al animal e indirectamente al hombre que, de esta manera, se rebaja, se alía con el dolor inútil y expande más sufrimiento en vez de minimizar su acumulación. Mas aun, no sufrir es el primer paso para vivir bien, para ser felices.
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No es extraño, y más allá del toro, que se hable, contra una herencia religiosa en la que, arbitrariamente, se ha establecido un abismo entre humanos y animales, de los derechos de estos. Es verdad que la noción de derechos aplicada a los animales puede generar confusiones. Efectivamente, el animal no es un titular que esté capacitado para reclamarlos ni, a la inversa, se le puede llevar ante un tribunal por haber actuado mal. Pero si por derechos, o si preferimos hablar así, por intereses, se piensa en la protección de alguien que no pertenece a la comunidad de los que sufren entonces, los animales poseen derecho, o repetimos, intereses. Es verdad que todo es gradual y que no habría que proteger de la misma forma a una sardina que a un chimpancé. La evolución es un árbol y en algunas de sus ramas el dolor es claro mientras que en otros o no existe o sería mínimo. En este punto, como en todo, existen posturas extremas como las de los que creen que un ratón tiene un valor intrínseco y, por eso, debería respetarse. Algunos no llegamos a tanto. Pero sí estamos convencidos de que un toro sufre y que acorralar y jugar con él para divertimento cruel desgarrándole hasta la muerte es pisotear un derecho, aunque entendamos tal derecho en sentido débil.
Los contraargumentos que suelen ofrecerse a favor de la llamada fiesta, ceremonia o ritual no se sostienen en pie. Se basan, más bien, en prejuicios, intereses, negocio, regodeo personal, mal llamada cultura del toreo o una retórica vacía que, en ocasiones, produce una mezcla de risa y de pena. Es el caso de los que sostienen que se trata de la representación de la vida y la muerte. Con ese seudoargumento habría que defender todas las guerras porque análogamente serían la escenificación del vivir y del morir. Y apoyarse en la tradición es apoyarse en la nada. Existen tradiciones que debemos eliminar y filtrar. Tradición era el no voto de las mujeres, la quema de viudas. Y tradición es la ablación del clítoris. Humanizarse consiste, precisamente, en olvidar unas costumbres e introducir otras. Acostumbra a aflorar también una defensa de las corridas de toros que se basa en la cantidad de ilustres personas que han sido y son aficionados a ellas. Desde Hemingway a Bergamín. Se trata de un argumento de autoridad y tales argumentos por sí mismos nada valen. Primero porque podrían ser expertos en literatura y nada más. Segundo porque es posible confeccionar una lista alternativa aún más amplia. Y tercero por que, al margen de autoridades o no, estamos frente a algo objetivo que hay que juzgar con argumentos y no agarrándose a las faldas de unos o de otros.
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La fiesta de los toros que algunos llaman nacional es un despropósito. Ni es fiesta ni se sabe qué es lo que se quiere decir con nacional. Es una mala costumbre que refleja cómo algunos de los aspectos más aceptables de la modernidad no han llegado a nuestro suelo. Es la parte más negra de una España que se resiste a ilustrarse, que permanece anclada en la sangre, el sudor y las lágrimas. Se objetará finalmente, que es cínico concentrarse en los toros ante tragedias como la de las pateras o tantas desgracias humanas más. A los que nos importan las tragedias de las pateras y el resto de las desgracias en este mundo nos interesa perseguir cualquier gota de sufrimiento allá en donde sea posible anularlo. Una cosa no quita la otra. Más bien, se apoyan.
Javier Sádaba es sociólogo
Ilustración de Mikel Jaso
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