Opinión · Dominio público
El dilema del socialismo valenciano
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JOAN GARÍ
En el comienzo, fue el mito de que el País Valenciano era “de izquierdas”. Como todos los mitos, se sustentaba en algunas pruebas empíricas (todo el mundo recordaba a Blasco Ibáñez), pero también en inconcreciones, deseos fervientes y fantasías febriles. Es cierto que, en la Transición, el Partido Socialista del País Valenciano (PSPV-PSOE) y el Partido Comunista (PCPV-PCE) fueron las fuerzas hegemónicas. Eso no fue óbice para que, de una manera u otra, la derecha acabara llevándose el gato al agua, imponiendo sus tesis en todo (lengua, bandera, nombre del país). ¿“De izquierdas”, decíamos? De esa clase de izquierda, quizá, que se deja robar la cartera y luego, muy educadamente, le da las gracias al atracador.
Nadie lo diría, pero en 2008 hace exactamente 13 años que el Partido Socialista perdió su hegemonía en Valencia. Cuando el rostro bronceado y travieso de Eduardo Zaplana zanjó con un apretón de manos su victoria sobre la barba grisácea de Joan Lerma, comenzaba un período de vacas gordas para el Partido Popular y el calvario ininterrumpido del PSPV. ¿Quién se acuerda ahora de aquel idílico país “de izquierdas” donde parecía imposible que la suma de todos los modelos conservadores (el cañí, el regionalista, el liberal) pudiera nunca superar a las fuerzas de progreso? Y sin embargo, lo hizo. Y, si no se le pone remedio, seguirá haciéndolo en el futuro.
En realidad, no creo que el País Valenciano fuera tan izquierdista entonces ni creo que sea tan reaccionario ahora. Por supuesto, las clases medias, que son las que nutren mayoritariamente las urnas, hicieron sus apuestas en ambos casos. Cuando interpretaron que el PSPV defendía mejor sus intereses, le votaron pero cuando ese papel parecía ejercerlo mejor el PP, no dudaron en darle su confianza. En el fondo, el elector medio valenciano no es tan conservador como los dirigentes del PP pero eso no impide que les dé su voto si interpreta que eso le resulta rentable. Es evidente que, en el momento en que el PSPV esté en condiciones de convencer a los ciudadanos de que los podría representar mucho más dignamente, estos no dudarán en cambiar. Pero ¿está el PSPV en condiciones de lanzar ese mensaje a la sociedad?
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El 11º Congreso Nacional del PSPV, que se celebra este fin de semana en Valencia, es una ocasión de oro para que el partido se fortalezca y envíe un mensaje nítido a la ciudadanía. Debo reconocer, sin embargo, que no ha comenzado con demasiado buen pie. La ponencia política cocinada en la cúpula socialista se atrevió a proponer un cambio de nombre del partido, que renunciaría a ser “del País Valenciano” y pasaría a denominarse “de la Comunidad Valenciana”. Ya expliqué en otro momento la incongruencia de esa propuesta (“Un nombre para un país”, Público, 20-8-2008). Ahora, sólo me limitaré a recordar que el Estatut d’Autonomia valenciano dice claramente en su Preámbulo: “Aprobada la Constitución española, es, en su marco, donde la tradición valenciana proveniente del histórico Reino de Valencia se encuentra con la concepción moderna del País Valenciano, dando origen a la autonomía valenciana como integradora de ambas corrientes de opinión”.
Renunciar al País Valenciano supondría cortar de raíz la corriente de modernidad que tan coherentemente ha asumido siempre el PSPV. Porque no estoy seguro de que los valencianos sean mayoritariamente “de izquierdas”, pero no me cabe ninguna duda de que somos una sociedad mucho más moderna de lo que algunos creen. Es por eso que estoy convencido que de este congreso no saldrá un partido dispuesto a renunciar a “la concepción moderna del País Valenciano”.
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En realidad, el dilema que plantean los diferentes candidatos teje una trama de cierta perplejidad. Por un lado, se observa una corriente de carácter más federalista, que pone el acento en la autonomía del PSPV para llevar a cabo su programa político (Ximo Puig, Francesc Romeu). Por otro, se plantea una opción caracterizada por un impulso juvenil, que no le hace ascos a flirtear con aires más centristas y centrípetos (Jorge Alarte). ¿Y no se trataría, en realidad, de pergeñar un proyecto caracterizado por un continente renovador, pero un contenido inequívocamente progresista y autónomo?
Como en todos los dilemas, optar por una vía o por otra parece una autolimitación innecesaria. Naturalmente, alguien tiene que ganar el congreso, alguien tiene que poner rostro a las ansias de penetrar en una nueva etapa que incluya éxitos electorales. Pero si el vencedor comete el error de pensar que la renovación pasa por aligerar el bagaje de izquierda, renunciar a la identidad del partido o subordinar todavía más su proyecto a los dictados de
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Ferraz, la hegemonía del PP puede ser eterna.
Si algo nos han enseñado los últimos años es que las elecciones las ganan los que no se avergüenzan de ser lo que son. El PP ha basado su discurso en un victimismo regionalista, en una política de grandes eventos y en halagar el ombliguismo del valenciano medio. Es su modelo. Frente a eso se puede y se debe oponer un programa donde no se sacrifique la educación y la sanidad para pagar la faraónica visita de un Papa o el circuito de Fórmula 1. Pero para ello hay que creer y confiar en el propio país, y no considerarlo solamente un solar para edificar.
Es lógico que a la derecha no le guste nada la denominación País Valenciano. Por la misma regla de tres, debería ser igualmente lógico que para el militante de un partido progresista constituya la quintaesencia de un proyecto de progreso indeclinable.
Joan Garí es escritor. Su última novela es La balena blanca
Ilustración de Patrick Thomas
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