Opinión · Dominio público
Louis Pasteur: un modelo de innovación
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Carlos Martínez Alonso
Déjame contarte el secreto que me ha conducido a la meta. Mi fuerza se basa únicamente en mi tenacidad”, dijo una vez el científico francés Louis Pasteur (1822-1895). Su figura es un ejemplo claro de que acercar la investigación a las necesidades de la industria, innovar con firmeza, reporta beneficios incalculables a la sociedad. Y es la sociedad ante la que deben responder los científicos.
A Pasteur le correspondió conocer el fascinante tránsito que supuso el siglo XIX. En aquellos años se dieron grandes avances económicos y científicos, pero la Revolución Industrial conllevó también enormes sacrificios sociales. Existía una estrecha relación entre la enfermedad y la pobreza, derivada de las ínfimas condiciones de vida y de la alimentación de las masas trabajadoras. Charles Dickens en la Inglaterra victoriana o Knut
Hamsun en la Noruega de la época nos han dejado obras memorables sobre estos ambientes.
Muchas veces, Pasteur tomó la decisión de abordar un campo concreto de estudio a raíz de un inconveniente real, práctico, planteado por la industria. Se trataba de aspectos fundamentales para ganar tasas de competitividad y bienestar social y económico. Una vez dirigida su atención hacia el problema, era implacable en la manera de desmenuzarlo. Con este modo de actuar, resolvió importantes dificultades del sector productivo de su época.
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Pasteur fue un gran impulsor del método científico. Recopilaba todos los datos existentes, planteaba el abanico más amplio posible de hipótesis y ponía en marcha la cualidad de la paciencia. Estamos ante un riguroso Sherlock Holmes de la ciencia. Dijo una vez que la imaginación “debería dar alas a nuestros pensamientos”, pero también que la imaginación “debe ser comprobada y documentada”.
El carácter innovador de Pasteur no descansaba nunca. Buscaba continuamente la aplicabilidad de sus hallazgos. Empezó en el campo de la cristalografía, después se pasó al de las bebidas alcohólicas y de allí al lácteo, pero en todos estos ámbitos sus investigaciones muestran un apego decidido a las realidades cotidianas. Su actividad condujo a pasos de gigante en procesos industriales, médicos y farmacológicos. Se vieron influidos desde la producción de vino y la fabricación de cerveza a gran escala hasta la detección de enfermedades contagiosas, pasando por la mejora de las intervenciones
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quirúrgicas.
Desarrolló la Teoría de los gérmenes, que expone cómo todo ser vivo proviene de otro ser vivo y enseña cómo las enfermedades infecciosas se deben a microorganismos patógenos que proceden del entorno y se introducen en un cuerpo debilitado, en lugar de surgir de modo espontáneo. Esta última era la explicación dominante en la época (Teoría de la generación espontánea). Aceptar que los gérmenes atacaban desde fuera significó asumir que son necesarias la esterilización y la higiene. Las habituales batas blancas y los guantes de los médicos van de la mano de estas enseñanzas.
La Teoría de los gérmenes es en realidad consecuencia de las demandas de la industria local francesa de bebidas alcohólicas. Sus representantes solicitaron a la Universidad de Lille, donde él trabajaba, soluciones para ciertos problemas de fabricación y conservación. Pasteur encontró que tanto el vino como la cerveza fermentaban por la acción de microorganismos bacterianos y comprobó que éstos desaparecían mediante el calentamiento. Después observó que ocurría lo mismo con la leche. Ahora llamamos a ese proceso pasteurización y lo hemos incorporado como fase irrenunciable dentro del circuito de producción y envasado de muchos alimentos.
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Más tarde, el científico aplicó conocimientos similares para frenar una infección parasitaria en los gusanos de seda, que amenazaba con hundir la industria textil del sur de Francia. La solución de estos problemas le convirtió en una suerte de héroe nacional. Avanzaba la ciencia, crecía la economía del país.
Es necesario entender que la labor de Pasteur no estaba enfocada a la obtención de rendimientos económicos, sino que éstos eran consecuencia de su apuesta honesta por mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Sus teorías explicaron los procesos de enfermedades tan mortíferas en aquella época como el ántrax, el cólera, la rabia o la varicela, y condujeron al desarrollo de las vacunas. Entre sus aportaciones, quizá la más conocida sea la vacuna contra la rabia. Para conseguirla, el científico inoculó el virus de la rabia sucesivamente en distintos conejos, inactivándolo por calentamiento. En 1885, aplicó el resultado a un niño, Joseph Meister, al que había mordido un perro rabioso. Con ello evitó que el pequeño desarrollase la enfermedad, e hizo que los periódicos llenaran de nuevo páginas y páginas con alabanzas hacia sus trabajos.
El de Pasteur no es el único ejemplo de ciencia aplicada que resulta beneficiosa para todos tras ser promovida por las empresas o atentamente seguida por ellas. Ahora que se cumplen 80 años del descubrimiento de la penicilina, se recuerda al escocés Alexander Fleming. Su hallazgo fue una vez más el resultado de una inspiración que coge trabajando a su autor. Las industrias médica y farmacéutica supieron capitalizarlo y comercializarlo rápidamente, salvando
millones de vidas.
Pasteur y Fleming ilustran el éxito de vincular la investigación a su aplicación. Consecuentemente, muestran la necesidad de instrumentalizar, más aún en España, la colaboración entre nuestros investigadores públicos y la iniciativa privada. Difícilmente España será competitiva en términos económicos si no contribuimos con la investigación, con la innovación, a cambiar el actual patrón de crecimiento, deficiente en la creación de valor añadido.
Estamos convencidos de que ese encuentro entre avances científico-tecnológicos y empresas es el que puede desbrozar el camino del desarrollo español, dar pie a un nuevo modelo, el de la economía del conocimiento. Louis Pasteur tuvo la tenacidad, pero también la firmeza precisa, para apostar por la innovación sin vacilaciones. Él mismo lo dijo: “No existe eso que llaman ciencias aplicadas, sólo aplicaciones de la ciencia”.
Carlos Martínez Alonso es secretario de Estado de Investigación
Ilustración de Mikel Jaso
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