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Opinión · Dominio público

De progresista a reaccionaria

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J. A. González Casanova

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat Barcelona

La  Constitución de 1978 podía enorgullecerse de lucir tres rasgos inéditos: 1)  ser la  primera constitución española normativa (las anteriores, de 1812 a 1931, fueron  nominales o semánticas, según la conocida clasificación de Karl Loëwenstein, es decir,  meras declaraciones o “trozos de papel”  (Lasalle) o bien declaraciones pomposas de signo liberal y democrático que ocultaban regímenes autoritarios y oligárquicos); 2) la primera  plenamente democrática, al incluir un sistema autonómico federante  y garantizado, reconocedor de las diversas nacionalidades hispánicas, a diferencia de la nonnata Constitución de 1873 y de la regionalista de 1931; y 3) la primera abierta  a la integración  federante europea. Junto a estos valores inéditos figuraban otras tres  novedades significativas, que culminaron un claro proceso de instauración, por primera vez, de un auténtico Estado español moderno:  a) la monarquía parlamentaria o republicana  (en lugar de la anterior monarquía soberana “ limitada”) ; b) un Estado democrático y social de Derecho ; y c) la finalidad constitucional de “establecer una  sociedad democrática avanzada” a través principalmente del artículo 9,2, en cuanto ordena a todos los poderes del Estado promover una libertad e igualdad efectivas y remover cuantos obstáculos  impidan o dificulten su plenitud.

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A lo largo de los 35 años de vigencia constitucional se ha puesto de relieve la progresiva pérdida de estos prometedores rasgos debido a la inaplicación práctica de sus preceptos  más avanzados o progresistas y a la corrupción del funcionamiento correcto de las instituciones por obra, en mayor medida, de las fuerzas continuistas del franquismo. Si el llamado “consenso” de la Transición ya vino lastrado por la escasa fuerza democrática de una izquierda recién salida de la clandestinidad, la cárcel y el exilio frente a la hegemonía de una derecha obligada coyunturalmente a ceder una apariencia de acatamiento a los valores de la nueva constitución, la prudencia y, a la larga, pasividad de la izquierda, permitió que las fuerzas conservadoras fueran recuperando poder efectivo mediante su demoledora oposición a las más  mínimas medidas transformadoras y, al alcanzar el gobierno del Estado, a la ocupación corruptora  de sus órganos, incluido el judicial y el constitucional. Para mayor inri de la izquierda,  un presidente “socialista” inutilizó, por reforma constitucional pactada con la derecha, el proyecto socialdemócrata contenido en el citado artículo 9,2 CE, alterando radicalmente el finalismo progresista de la Constitución en favor de un neoliberalismo apto para promover una restauración creciente de los intereses capitalistas, alentada por el expolio internacional que éstas vienen practicando de forma paralela a una reducción tanto del Estado de Bienestar como de la misma democracia liberal.

Nuestra Constitución ha sido gravemente violada en estos últimos años y su impulso normativizador y transformador se ha frenado hasta el punto de una involución contrarrevolucionaria y reaccionaría  que solo podrá  detenerse con un  cambio profundo del poder político y una reforma  constitucional innovadora que restaure su espíritu primigenio. La corrupción generalizada de la partitocracia imperante y de la clase política oligárquica y caciquil nos retorna a la vieja Restauración antidemocrática de 1874. Iniciada por Cánovas  frente a la I República y culminada por la autocracia franquista, aliada al nazifascismo frente  a la Segunda, se vió apoyada por  los Estados Unidos y el Vaticano durante la Guerra Fría y, hoy, se sostiene al servicio de las mafias capitalistas mundiales. De constitución normativa ha pasado a ser nominal y será pronto semántica, cuando acabe haciéndose pasar por norma suprema la simple voluntad de una dictadura de nuevo cuño en manos de la derecha más corrupta que ha padecido nuestro pueblo.

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