Opinión · Dominio público
El trasfondo de la crisis
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JOSÉ MANUEL NAREDO
Hay que insistir en que la gravedad de la crisis actual viene marcada por la deriva especulativa de la mayor parte de las inversiones acometidas durante el auge del sistema capitalista. Estas –orientadas a obtener plusvalías– se han dirigido mayoritariamente a financiar operaciones de compraventa de títulos, empresas, terrenos e inmuebles o megaproyectos de dudoso interés económico y social. Por ejemplo, en nuestro país la burbuja inmobiliaria ha llegado a absorber cerca del 70% del crédito del sector privado.
Sin embargo, la ideología económica dominante invita a soslayar las mutaciones que ha sufrido el capitalismo al desplazar su actividad desde la producción de riqueza hacia la adquisición de la misma, con ayuda de la financiación económica y del recurso a operaciones y megaproyectos apoyados por el poder, pues la metáfora de la producción oculta la realidad de la extracción y adquisición de riqueza y la idea de mercado hace que pasemos por alto la intervención del poder en el proceso económico. El desplazamiento y la concentración del poder hacia el campo económico-empresarial provoca que hoy existan empresas capaces de crear dinero, de conseguir privatizaciones, recalificaciones, concesiones, contratas... y de manipular la opinión, polarizando así el propio mundo empresarial.
Si antes el Estado controlaba a las empresas, ahora hay empresas y empresarios que controlan y utilizan al Estado y a los medios en beneficio propio, demostrando que el capitalismo de los poderosos es sólo liberal y antiestatal a medias. Es liberal para solicitar la plena libertad de explotación, pero no para promover recalificaciones y concesiones en beneficio propio. Y es antiestatal para despojar al Estado de sus riquezas, pero no para conseguir que las ayudas e intervenciones estatales alimenten sus negocios. De ahí que calificar como neoliberal al capitalismo de los poderosos es hacerle un inmenso favor, al encubrir el intervencionismo discrecional tan potente en el que normalmente se apoya, reflejado en las suculentas ayudas a las empresas establecidas a raíz de la crisis.
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Más que hablar de neoliberalismo, habría que hablar mejor de un neocaciquismo revestido de democracia que ha desatado una nueva fase de acumulación capitalista. En esta etapa, los más poderosos son capaces de emitir acciones y otros títulos que suplen las funciones del dinero, contando así con medios de financiación sin precedentes –que les permiten adquirir las propiedades del capitalismo local y del Estado– y con el poder necesario para promover, con la ayuda estatal, operaciones extremadamente lucrativas. El sistema monetario internacional facilita la creación de ese dinero financiero que se sostiene a base de atraer el ahorro, incluso de los más pobres, hacia la compra de los pasivos no exigibles que emiten los más ricos.
Además, en esta fase, en la que predomina la adquisición sobre la producción de riqueza, los beneficios empresariales y el crecimiento de los agregados económicos de rigor ya no suponen mejoras generalizadas en la calidad de vida de la mayoría de la población, que tiene que sufragar el festín de beneficios, plusvalías y comisiones originado. Pero la sociedad, adormecida por la ideología dominante, sigue sin preocuparse del contenido concreto y las implicaciones de esos agregados monetarios cuyo crecimiento indiscriminado desea y defiende.
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La deriva hacia la adquisición de la riqueza se produjo de la mano de la sobredimensión del juego inmobiliario-financiero y demás procesos especulativos que acentúan los vaivenes cíclicos y la volatilidad de las cotizaciones. Este panorama resulta socialmente aceptable en la medida en la que una nueva e ingente liquidez alimenta la máquina corrupta del crecimiento económico, de cuyas migajas viven también los pobres. De ahí que cuando el pulso de la coyuntura económica decae, se quiera inyectar más y más liquidez a toda costa, para que la fiesta de adquisición de riqueza continúe y rebose lo más posible alcanzando a buena parte de la población. El crecimiento actúa así como una droga que relaja los conflictos y las conciencias y crea adición en todo el cuerpo social. Pero, cuando decae o se frena el malestar, resurge con fuerza, invitando peligrosamente a mirar hacia atrás y a ver las ruinas que ha ido dejando, jalonadas de grave deterioro ecológico, de angustioso endeudamiento económico y de bancarrota moral.
La alternativa al modelo económico descrito requiere profundos cambios mentales e institucionales que no cabe detallar aquí. Cambios que permitan trascender la metáfora de la producción y la mitología del crecimiento económico. Cambios en las reglas del juego que rigen actualmente la valoración comercial y el sistema monetario internacional y que promueven la deriva especulativa del sistema económico antes mencionada. La viabilidad de estos cambios depende de la disyuntiva política que enfrenta a la actual refundación oligárquica del poder con una refundación democrática del mismo. O también, la que enfrenta a la actual democracia –que se dice representativa, pero que se apoya en consensos oscuros y elitistas– con una democracia más participativa, con un consenso amplio y transparente, fruto del ejercicio pleno de una ciudadanía bien informada, pues la información es condición necesaria para desmontar las prácticas caciquiles y los lucros inconfesables de las operaciones y los megaproyectos inmobiliarios, así como para reconducir el proceso económico hacia una gestión más razonable y acorde con los intereses mayoritarios. Pero también hay que subrayar que la intensa participación y movilización social –debidamente informada– es suficiente para que tal desmontaje y reconducción se produzca, siempre y cuando peligre el crédito electoral de los responsables políticos.
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José Manuel Naredo es Economista y estadístico
Ilustración de Mikel Jaso
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