Opinión · Ecologismo de emergencia
Interrogantes ante las cumbres del clima y de la biodiversidad
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Este año estaban previstos dos eventos ambientales de suma importancia, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático 2020 en la ciudad escocesa de Glasgow (COP26) y la Conferencia de Naciones Unidas sobre la Biodiversidad, en la ciudad china de Kunming (COP15), que verán modificadas sus fechas por efecto de la pandemia del coronavirus.
La Conferencia sobre el Cambio Climático se tendría que haber celebrado del 9 al 19 de noviembre de 2020 siendo su objetivo fundamental tratar de alcanzar el acuerdo que no se consiguió en la COP24 de Madrid, por la oposición de, entre otros, los gobiernos negacionistas de EEUU y Brasil, sobre planes de mitigación y adaptación al cambio climático y de esta forma alcanzar los objetivos del Acuerdo de París.
La Conferencia sobre la Biodiversidad que habría de celebrarse entre el 5 y el 10 de octubre lleva por lema "Civilización ecológica: Construyendo un futuro compartido para toda la vida en la Tierra" cuyo propósito es revisar los resultados del Plan Estratégico para la Diversidad Biológica 2011-2020 del CBD, así como determinar los nuevos objetivos de la biodiversidad global en 2030, tratando de superar los pobres resultados de la COP14 de Sharm El Sheik (Egipto).
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Ambos eventos, independientemente de las fechas que se celebren, son importantes por los resultados que pudieran obtenerse como una última oportunidad para conseguir variar el rumbo actual con dirección hacia el desastre ambiental al que nos abocamos como especie.
En la Cumbre del Clima de Madrid no se llegó a ningún acuerdo relevante, ni con respecto a las Contribuciones Nacionales Determinadas (NDC), que marcan las contribuciones de cada país en su reducción de emisiones, ni sobre la duración del período de implementación para cada país, ni tampoco con respecto al controvertido artículo 6 del Acuerdo de París sobre el uso de los mercados internacionales de carbono, una herramienta perversa inventada por el capital para disponer de una horquilla amplia de emisiones permitidas pero que el propio capital ahora parece no tener claro como regular. Y además, como se vio en esta cumbre, las grandes corporaciones dirigen la agenda política de los gobiernos, que siguen sin ponerse de acuerdo con los fondos de compensación a aportar a los países más vulnerables -y más pobres- al calentamiento global.
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La conclusión más importante de la Cumbre de Biodiversidad de Sharm El Sheik es que la mayoría de los países no lograron alcanzar los objetivos de las Metas de Aichi para 2020 y solo unos pocos han adoptado sus estrategias y planes de acción nacionales en materia de biodiversidad como instrumentos de políticas transversales para todo el gobierno. Tampoco la diversidad biológica se está integrando de manera significativa en planes y políticas intersectoriales, políticas de erradicación de la pobreza o planes para una economía sostenible como tampoco se están movilizando recursos suficientes o implementando estrategias de comunicación y concienciación de la ciudadanía.
De lo que se trataría ahora por tanto es que estas dos nuevas cumbres, que estaban previstas para el otoño y que esperemos que se celebren a la mayor brevedad posible, rompan de una vez la dictadura de algunos países y los intereses del capital que sostienen sus políticas e impiden avanzar en la resolución o al menos en la mejora de las graves consecuencias que asolan la humanidad con los dos principales problemas ambientales del planeta: el cambio climático y la pérdida de biodiversidad.
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Pero esta posibilidad de trabajo, cada vez demandada por más sectores sociales y ambientales globales, se encuentra, para poder avanzar en su cristalización, con el problema añadido de la pandemia sanitaria en curso. La crisis sanitaria del coronavirus que conllevará importantes daños económicos y sociales puede suponer una excusa por parte del capital para intentar un nuevo asalto a la voluntad popular de mejorar sus condiciones de vida con el pretexto de que la primera tarea debe ser la recuperación económica y que por tanto los problemas ambientales pasan a ser secundarios. Hay un grave peligro de involución en lo social y ambiental propiciado por los depredadores de lo común, de los que quieren mantener a capa y espada sus negocios negros de las fósiles, de los que destruyen los bosques diversos de los trópicos y del ecuador para plantar sus monocultivos insalubres, de los grandes productores de ganado intensivo enfermo de tanto antibiótico y tanta hormona, de los grandes distribuidores de alimentos que destruyen las economías locales y coartan el derecho a la soberanía alimentaria de los pueblos. Hay un peligro evidente de que estos grandes poderes transnacionales quieran limitar o directamente eliminar los logros alcanzados en la esfera ambiental, en la línea de personajes tan nefastos para el equilibrio ecosistémico como Trump o Bolsonaro.
Este año 2020 era un año considerado por la ONU como fundamental para el medio ambiente, un año decisivo en el que los países definirían la agenda de la acción ambiental para la próxima década. No obstante, el “super año” para el medio ambiente de la ONU contaba con algunos eventos que no podrán celebrarse. Después de la COP13 de la Convención sobre la Conservación de las Especies Migratorias de Animales Silvestres que se ha celebrado en Gandhinagar (India) entre el 15 y el 22 de febrero y el Foro Mundial sobre Biodiversidad de Davos (Suiza), celebrado entre el 23 y el 28 de febrero, se han aplazado la Conferencia sobre los Océanos de las Naciones Unidas , Lisboa (Portugal), prevista entre el 2 y el 6 de junio, el Congreso Mundial de la Naturaleza de la UICN, Marsella (Francia), previsto entre el 11 y el 19 de junio y la ya citada Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático 2020 (COP26 de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático). Previsiblemente se aplazarán el encuentro internacional del Agua y Cambio Climático: acelerar la acción, Estocolmo (Suecia), previsto entre el 23 y el 28 de agosto y la también citada Conferencia de la ONU sobre Biodiversidad (COP15) a celebrar en Kunming (China), que incluía también la 10ª Reunión de las Partes del Protocolo de Cartagena y la 4ª Reunión de las Partes en el Protocolo de Nagoya sobre acceso a los recursos genéticos y participación justa y equitativa en los beneficios que se deriven de su utilización (COP/MOP 4 del Protocolo de Nagoya). Queda por saber qué hará la ONU sobre su 75° período de sesiones de la Asamblea General (UNGA 75), en Nueva York en la que estaba prevista para el 22 de septiembre una reunión de los gobernantes asistentes sobre biodiversidad, como adelanto de la COP15, con el objetivo de lograr compromisos en torno a la degradación ambiental del planeta, así como para los actos del quinto aniversario del lanzamiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), previstos para el 27 de septiembre.
Estamos en un momento clave desde el punto de vista ambiental en el que, en noviembre de 2019, el Informe sobre la Brechas de Emisiones del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP) advirtió, poco antes de celebrarse la COP25 de Madrid sobre el Clima, de que “el mundo debe reducir las emisiones globales de gases de efecto invernadero GEI) un 7,6% cada año entre 2020 y 2030, o el mundo perderá la oportunidad de limitar el calentamiento global en 1,5°C, como lo establece el objetivo más ambicioso del Acuerdo de París”. De no cumplirse estos objetivos el escenario más probable es superar el umbral de los 3ºC con respecto a los niveles preindustriales, de consecuencias imprevisibles.
Por otra parte el Convenio de la Organización de las Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica (CBD) se había marcado plantear como objetivo para la próxima cumbre proteger, al menos, el 30 % de la biodiversidad en la tierra y el océano para el año 2030, en un contexto de inmensa pérdida de biodiversidad tal como reflejaban el último informe de Planeta Vivo de WWF de 2018, que indica que la población mundial de peces, aves, mamíferos, anfibios y reptiles ha disminuido un 60% entre 1970 y 2014, debido a las actividades humanas o el informe de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistema de la ONU (IPBES), de mayo de 2019, que indica que un millón de especies, de los 8 millones existentes, están en peligro de extinción por la sobreexplotación de los recursos terrestres y marino.
Dicho en pocas palabras, o rebajamos las emisiones de GEI y limitamos al máximo la actual tasa de extinción de especies o la estructura de la vida en sus relaciones ecosistémicas tal como la conocemos en este momento cambiará totalmente en las próximas décadas.
Por eso es importante que el desastre sanitario del coronavirus no suponga una excusa por parte del capital para seguir con sus políticas biocidas eliminando del debate político, social y económico cualquier tentativa de colocar en su centro el caos ambiental que se nos avecina. Máxime cuando una de las lecciones que podemos intuir de estos días de confinamiento es que es posible bajar las emisiones cambiando de modelos de producción o cuando observamos que distintas especies recuperan espacios que ocupamos de forma dominante. Sabemos, claro está, de la temporalidad de estas sensaciones, que serán efímeras si no somos capaces de repensar el modelo de vida que nos imponen, de continuo consumo y de individualismo exacerbado, responsables últimos del desastre ambiental al que estamos abocados. Trabajar por mitigar los efectos del cambio climático o por frenar la catástrofe de la pérdida de biodiversidad no es un capricho de cuatro ecologistas ni un desvarío científico, es el medio de intentar restablecer o ayudar a restablecer un equilibrio en los ecosistemas que incorpore en su interior a todos las especies en su función, incluida la nuestra.
Hace tiempo que sabemos que el problema es el sistema económico y político en el que vivimos. En un momento tan delicado como el actual vemos como de la desgracia y el dolor se hace negocio, se especula con los materiales necesarios para aliviar el sufrimiento. Un sistema así no merece permanecer. Por ello es importante que la pandemia que asola el mundo nos haga reflexionar sobre este sistema y también sobre los límites que nos debemos imponer como especie con respecto a nuestro entorno ambiental. Debemos desechar de una vez la idea imperante de profunda raíz religiosa del ser humano como centro del universo, entender nuestro papel en la biosfera y respetar los delicados equilibrios biológicos que nos sustentan y que nos protegerán de futuros episodios como los que ahora vivimos.
Pablo Jiménez. Geógrafo. Área Federal de Medio Ambiente de Izquierda Unida. Diputado balear de Unidas Podemos.
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