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Opinión · Ecologismo de emergencia

Los tres eslabones del vacío (entre Moncayo y Turbón)

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La cadena simbólica que sujeta la España Vacía tiene tres eslabones característicos que se aprecian cuando se viaja del Moncayo al Turbón, dos montañas míticas en el imaginario aragonés, cargadas de leyendas, de akelarres, encantarias, duendes y diaplerons y que son, además, dos hitos en el vacío.

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La Raya del Moncayo y La Ribagorza son dos elocuentes vacíos con profundos paralelismos en lo geográfico, lo geológico y lo humano. Son paisajes de frontera, viento y tormentas que han generado parecidos comportamientos sociales que ahora, que se ha puesto de moda la engañosa y engañadora idea de la “España vaciada”, cobran especial protagonismo, sobre todo cuando toca elecciones o cuando la CASTA DOMINANTE, primer eslabón de la cadena, decide hacer dinero con las energías renovables.

En ambas montañas, los planes de desarrollo franquistas arrancaron a una gran parte de sus gentes hacia un horizonte más esperanzador de lo que alumbraba la triste repetición de sus afanes eternos y cuando se oyó decir que "hay tierras al este donde se trabaja y paga” efectivamente, tal como cantó J.A. Labordeta, el Moncayo se convirtió en un “Dios que ya no ampara”.

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Parecida narración puede decirse de Ribagorza que, en la muga con Cataluña y Francia, ha sido lugar de trashumancia de ganado y de personas.

Allí, el viejo Costa explicaba a los niños de Graus que la nieve del Turbón era en verdad, la harina que mataría el hambre de La Litera cuando al deterretirse fecundara la aridez de su suelo. Lo que no calculó D. Joaquín es que ese proceso de riqueza para unas zonas podría suponer, a la larga, la pobreza de otras y, así, el río Esera arrastró en sus canales no solo el agua necesaria para un progreso vital imprescindible en 1900, sino también la gente que llenaría de vacío la comarca.

En menos de un siglo, y en particular desde los años 60, la tradicional estructura social de ambas geografías, casi intactas desde el neolítico, sufrió un profundo cambio social y de valores.

Sobra decir que estos pasos los marcó la misma CLASE ACOMODADA, segundo eslabón del vacío, que volvió a acomodarse a los nuevos tiempos. Primero, el régimen franquista por la fuerza del convencimiento, o por la fuerza sin más, mantuvo el orden social y económico más ajustado a la voluntad de los que siempre hicieron su voluntad. Después de 1975 todo cambió para que, casi todo, siguiera igual. Los hijos de alcaldes franquistas amanecieron demócratas y escogieron el color político más adecuado en cada lugar.

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Los nuevos municipios, provincias y autonomías (en Aragón se añadirían luego las comarcas) acogieron a los retoños de la nueva/vieja clase acomodada que tardarían poco en darse cuenta de que su destino era ser el brazo político de la casta dominante que, siempre campechana y amiga del buen comer y beber, dictaba, desde Madrid, Barcelona, Zaragoza o incluso Soria, lo que mejor convenía al país que ella identificaba, tal como hicieran sus ancestros, con sus propios intereses, claro está.

Las jóvenes promesas del nuevo estado devinieron en verdaderos profesionales de la política que iba a regir la democracia recién estrenada que, sobra decir, ilusionó a todos, a los que se fueron y los que se quedaron. En medio de esa ilusión pronto se percibió que no había que contravenir el interés de quienes “cortaban el bacalao”. Así, con la participación de bancos, cajas de ahorro y los experimentados promotores de la etapa anterior, se tejieron las redes clientelares que retendrían, con unas u otras siglas, los privilegios de la casta.

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De esa red pudo surgir el polígono industrial en Ólvega, con sus industrias contaminantes huidas de otras regiones, o el monocultivo del esquí y del porcino en el viejo condado pirenaico.

La clase acomodada, instalada en la industria subvencionada, en el turismo de nieve o la integración ganadera, convenció fácilmente a los que quedaban de la importancia de los puestos de trabajo y de que ninguna otra alternativa podría existir más allá del catálogo de opciones que se aprobaban en municipios, comarcas, diputaciones y parlamentos autonómicos.

Una, más que discutible, expansión industrial apoyada en el dinero público en el Moncayo o el pelotazo urbanístico, sustentado también con el dinero de todos, en Ribagorza, se afianzó en ambas geografías con vocación de monopolio.

Poco importa que el balance coste-beneficio fuera un desastre o que se contaminaran la mitad de los acuíferos por prácticas que deberían considerarse criminales. Puede que unos pocos opinen que hacer una estación de esquí sin nieve tiene escaso sentido, pero el paso del tiempo habrá convencido a la mayoría de los HABITANTES DEL SILENCIO, último eslabón de nuestra imaginaria cadena, que, en aras a un ancestral sentido de la supervivencia, se adaptarán a la clase acomodada de la que, algunos elegidos, recibirán su recompensa en forma de ventajosas recalificaciones o puestos de trabajo en algún punto de la red de clientes. Los que no tengan ni lo uno ni lo otro recibirán la recompensa de la proximidad al selecto grupo del poder. Una especie de feudalismo 2.0.

Comarcas y diputaciones pueden ser excelentes consuelos para los “silenciosos” que ven recompensada su fidelidad. La vieja estructura de la "casa montañesa" pervive pese a toda la riqueza creada por la nieve del Turbón y los vaivenes de la historia.

El paso del tiempo, desde aquellas ilusiones de 1975, ha desgastado aspiraciones y sueños de tal forma que, sobre el silencio culposo de los "habitantes del silencio", reina la voluntad culpable de la "clase acomodada" que hace posible la perpetuación del triunfo de una "casta dominante" que procura pasar desapercibida en esta modernidad líquida en la que no basta ver el telediario para conocer lo que pasa en la realidad.

El viaje merece la pena. Parar, en un carasol o en una sombra, según la época y escuchar el aire y la luz en Ólvega, en Noviercas, en Castanesa o en Montanuy es una ocasión para palpar en cada plaza, en cada fonda o casa de turismo rural el elocuente silencio que alumbra el vacío encadenado y, así, el viajero conocerá los nombres que este relato evita.

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