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Opinión ·

El exilio o el subempleo: el futuro de nuestros científicos

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Ignacio Mártil

Catedrático de Electrónica de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de la Real Sociedad Española de Física

Todo parece indicar que el exilio es el destino más probable para nuestros científicos, ya que según los datos del INE, el sistema de ciencia y tecnología ha perdido desde 2010 a 11.000 científicos, 4.000 de ellos pertenecientes al CSIC, el principal organismo público de investigación; una parte sustancial de los cuales se han visto obligados a irse fuera de España. La cifra anterior representa nada menos que el 8.5% del total que había en 2010 y devuelve al sistema a los números del año 2007. La mayoría de esas bajas corresponden a investigadores jóvenes, que como es bien sabido son el principal impulso del sistema de ciencia y tecnología. Y los que se han quedado, permanecen en una especie de exilio interior, pues los organismos públicos de investigación sufren unos recortes en los presupuestos próximos al 11% sobre el punto álgido de esta partida, alcanzada en 2010. No hay sistema que resista un desmantelamiento de ese calibre, tanto en personal como en recursos económicos.

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Pero, más allá de las cifras anteriores, que forman parte de las argumentaciones al uso para denunciar los recortes en ciencia que el actual gobierno del PP está llevando a cabo, en estas líneas me propongo incidir en lo suicida de esas políticas para el futuro de nuestros jóvenes, de nuestra sociedad y de nuestro proyecto colectivo. Se dice y repite hasta la saciedad y es muy cierto, que es imprescindible invertir en ciencia, que el futuro de los países depende de esa inversión y bla, bla, bla, pero siempre se hacen estos comentarios en términos muy genéricos, sin entrar en detalles imprescindibles y clarificadores.

¿Porque le interesa fomentar y financiar adecuadamente la investigación a un país con una sociedad articulada? ¿Qué beneficios obtiene de ella?

La respuesta a estas preguntas es múltiple, según en que campo del conocimiento se enmarque. El más habitual y frecuente es el de la medicina, por el impacto directo que esta tiene en la vida cotidiana de los ciudadanos. En ese entorno se pueden poner tal cantidad y calidad de ejemplos que debería escribirse una enciclopedia para abarcarlos; desde la invención de los antibióticos, pasando en la actualidad por los nuevos fármacos, los enormes avances en las técnicas quirúrgicas, las nuevas terapias de lucha contra el cáncer y así, un sin fin de logros. La lista es tan interminable y abrumadora que sólo con detenerse a leerla debería bastar para entender cuál es la magnitud del problema que se origina al recortar los fondos destinados a incentivar la investigación en ellos. No obstante, las políticas públicas promovidas en la actualidad por determinados políticos, principalmente del PP, parecen más propios de ciegos y sordos, antes que de auténticos servidores públicos. O más propias de personajes y personajillos interesados en su lucro personal exclusivamente.

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Cuando se indaga en otros campos del conocimiento, más desconocidos para el público en general y debido a la escasa o nula cultura científica que desdichadamente tiene nuestra sociedad, el debate se diluye y se muere de inanición. Xavier Vidal Grau, ex rector de la Universidad Rovira i Virgili y uno de los pocos científicos que muestran esa preocupación, lo expresa en los siguientes términos: Tenemos un nivel global insuficiente de cultura científica que se manifiesta en un exceso de menosprecio del rigor y la precisión … y, consecuentemente, en un predominio de opiniones no fundamentadas, sobre las que se llegan a tomar decisiones en todos los ámbitos de lo público”. Personalmente, creo que se queda muy corto al hacer el diagnóstico de esa situación. El número de programas de divulgación científica que merezcan tal nombre en los medios audiovisuales es prácticamente nulo y los pocos que existen se programan, como decía la célebre canción de Les Luthiers, en su horario habitual de las tres de la madrugada. Por lo que respecta a la prensa escrita, salvo honrosas excepciones, apenas da cuenta del quehacer y de los logros científicos. Esas carencias repercuten en el desempeño y la influencia social de la ciencia en una medida muy significativa, pero ese es un debate que escapa al propósito de este artículo.

Me propongo exponer muy brevemente para qué ha servido en el pasado y para qué sirve al día de hoy el progreso científico, ilustrándolo con dos ejemplos muy concretos prácticamente desconocidos para el público no especializado, pero cuyos logros forman parte de nuestra vida cotidiana hasta un extremo que el lector podrá juzgar:

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Michael Faraday  descubrió la ley que lleva su nombre en 1831. Su descubrimiento sirvió para que en los años finales del siglo XIX, otros científicos (Tesla, Westinghouse, Graham Bell, Edison,…) lo utilizaran para obtener energía eléctrica a gran escala, siendo una de las fuerzas motrices de la segunda revolución industrial. Al día de hoy, la práctica totalidad de las centrales de generación de energía eléctrica del planeta basan su funcionamiento en la ley de Faraday para obtenerla. El uso masivo de la energía eléctrica ha propiciado, a lo largo del siglo XX, un verdadero cambio social con implicaciones en prácticamente todos los campos de la vida cotidiana (alumbrado, electrodomésticos, medios de transporte, comunicaciones,…). Cuando Faraday realizo sus experimentos y encontró la ley que lleva su nombre, ni él ni nadie imaginaban el alcance que tendría en el futuro su descubrimiento, pero no por eso dejo de tener el respeto, la consideración y la financiación adecuada para llevarlo a efecto.

Mucho más recientemente, en 1989, Timothy Berners Lee, científico del C.E.R.N. (Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire) ideo un procedimiento para comunicar a un usuario con un servidor informático usando el protocolo conocido como HTTP con objeto de poder compartir y hacer accesibles a otros colegas la ingente cantidad de datos que se generan en los aceleradores de partículas, algo absolutamente alejado de la vida cotidiana. El resultado de ese desarrollo fue la World Wide Web, que ha permitido la generalización y el uso masivo en todos los ámbitos de la vida cotidiana de Internet. Es decir, gracias a que, durante décadas, se viene financiado adecuadamente el estudio de los constituyentes esenciales de la materia, se pudo desarrollar Internet tal y como lo conocemos hoy en día. Haga el lector el ejercicio de imaginarse o recordar su vida antes de la existencia de Internet y por lo tanto antes, entre otra infinidad de asuntos, de los ordenadores y de la telefonía móvil.

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¿Significa esto que toda inversión en ciencia garantiza éxitos como la obtención de energía eléctrica o Internet? Naturalmente que no, una enorme cantidad de la ciencia que se hace en los laboratorios de todo el mundo no conduce a resultados tan tangibles como esos y se queda dentro de ese ámbito. De hecho, la gran mayoría de hallazgos no pasan de ser meras curiosidades, sin interés práctico.

¿Entonces, por qué seguir invirtiendo en ciencia? Muy sencillo: porque sin la teoría del electromagnetismo no tendríamos energía eléctrica, sin la termodinámica no tendríamos motores de combustión interna, sin la mecánica cuántica no tendríamos ni electrónica, ni ordenadores, ni Internet. Cuando se desarrollaron estas teorías, se hizo principalmente por pura y simple curiosidad, sin una utilidad evidente a la vista. Todos estos descubrimientos aparentemente inútiles, fueron cruciales para el desarrollo tecnológico de las décadas posteriores. Y lo que es seguro es que sin investigación, tanto básica como aplicada, el progreso de nuestro país seguirá en manos, entre otras cosas, de la climatología para que los turistas sigan viniendo a broncearse a nuestras playas, de los bajos salarios para que los fabricantes de automóviles se decidan a seguir invirtiendo y fabricando aquí, etc.

En la era de la globalización, la verdadera independencia de las naciones no la proporcionan las banderas, los himnos o la lengua, si no las políticas que incentivan la inversión de los recursos en productos y procesos de fabricación de bienes que garanticen la auténtica independencia, que es la tecnológica y un futuro sostenible para las nuevas generaciones. El célebre cambio del modelo productivo, mantra que tantas veces cacareó el anterior presidente del Gobierno y que otras tantas olvidó, solo podrá venir de la mano de fuertes inversiones en ciencia y en tecnología.

Sin ciencia, el futuro de nuestros científicos será el exilio en alguno de los muchos países donde sí los quieren o el “reino” de un mercado laboral que no reconocerá su formación y que remunerará su trabajo con salarios más propios de ciertos países asiáticos o africanos. Contemplar cómo multitud de jóvenes altísimamente cualificados rebajan los contenidos de sus currículos para poder optar a puestos de trabajo donde no se necesita su formación es, sencillamente, desolador.

¿Sin ciencia no hay futuro? Sin ciencia no hay futuro

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