Opinión ·
La crisis financiera y económica de Europa de principios de siglo XXI
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Sergio Pérez Páramo
Economista
Uno de los mayores problemas económicos de Europa en la reciente historia de la Zona euro se gestó en España. El crédito destinado a financiar actividades ligadas a la construcción y a la promoción inmobiliaria aumentó en la circunscripción de este estado miembro de la Eurozona de un modo crónico e imparable desde la creación de la moneda única, en un proceso que solamente culminó en la segunda mitad del año 2007, con motivo de las fantasmagóricas anomalías detectadas en el mercado norteamericano de las hipotecas sub-prime.
Durante dicho periodo se crearon miles de empleos de cierta calidad remunerativa en el sector del ladrillo español, se aperturaron trimestralmente entidades bancarias por decenas -obviamente con el ánimo de respaldar financieramente una actividad económica en un estado de extraordinaria ebullición- y aumentó la recaudación tributaria de sus entes públicos de un modo efervescente. Y mientras el incremento de los precios en la economía europea era entre dos y tres veces inferior a los de la economía española, el ritmo de crecimiento del stock crediticio made in Spain duplicaba e incluso triplicaba el anotado de media en la Eurozona.
Pero otros estados miembros paradigmáticos de la Zona euro, como Alemania, experimentaron evoluciones de todo punto equilibradas en precios y créditos, de tal forma que pudieron ser capaces de atravesar, sin apenas notar una relevante alteración, el estallido de toda una burbuja financiera internacional. No duda nadie a día de hoy que la crisis financiera se transformó en crisis económica en determinados países de la economía europea –España, Grecia, Irlanda…-en los que la circunstancia anteriormente descrita ocurrió, y sin embargo resulta relativamente desconcertante el reducido número de voces que apunta en lo paradójica que resulta la presente nueva correlación: el crédito se contrae de manera crónica en el sur de Europa, esto es, perdura la crisis financiera, y sin embargo se recupera, macroeconómicamente hablando, la actividad de sus territorios, hasta el punto de liderar las actuales tasas de crecimiento europeo en PIB.
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Países como Alemania, fundamentalmente industriales y orientados hacia el sector exterior, han observado cómo las turbulencias financieras no penetran ni adquieren sustancialmente la capacidad de generar crisis de consecuencias económicas, debido a que una importante composición de su tejido empresarial alberga el recurso de la autofinanciación. Pero el problema en otras economías europeas lo constituye la privilegiada y monopolística posición que las entidades bancarias encarnan al objeto de posibilitar o no el desarrollo de la actividad económica y social.
En España, cuando el sector de la construcción desapareció y podría incluso decirse que cuasi quebró, las más relevantes entidades financieras apostaron por desactivar toda opción de recuperación y transformación industrial, y trasladaron, por el contrario, parte de su actividad de intermediación financiera más allá incluso de las fronteras europeas. Este error, de gravísimas e irreparables repercusiones en unas de las principales economías de Europa, no parece tener visos de volver a ocurrir en la actualidad. La estrategia que el sector financiero español, absolutamente dueño de sí mismo, adopta ahora ante el estupor sistémico de la sociedad no deja lugar para tal posibilidad.
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