Opinión · El azar y la necesidad
España no es un estado
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En España no existe un estado, al menos uno que responda a los criterios de separación de poderes al uso. En España el estado es la sombra de un figurante sin texto en una obra de mal gusto, con una dirección que recae en una clase extractiva muy voraz que conforma una enorme cédula de mando, a la manera soviética, una nomenklatura política, funcionarial y empresarial heredera del franquismo. La razón de la existencia de una elite tan poderosa sólo se entiende por el singular proceso de nuestra transición política, en un país en que los servicios esenciales han vivido siempre en régimen de monopolio, con empresas públicas o privadas controladas por el poder. Muchos antiguos franquistas, o sus descendientes, se encuentran hoy cómodamente instalados en estas empresas junto a algunas incorporaciones tardías de ex políticos de derecha o de izquierda. Es el mismo proceso que siguió hace dos décadas la Unión Soviética, con la privatización de sus recursos energéticos y industriales, hoy en manos de antiguos dirigentes comunistas. Este gran conglomerado de empresas de servicios, a pesar de estar privatizadas, continúa viviendo en régimen de monopolio, sin competencia, con la clientela secuestrada. Junto a las empresas de servicios, se encuentran las de construcción de obra pública, hoy en horas bajas por unos presupuestos restrictivos, pero aún poderosas y, finalmente, las entidades financieras, presentes en el accionariado de los dos grupos anteriores. Este es el núcleo duro del empresariado español, una familia que para conseguir beneficios no necesita dominar idiomas ni ser competitiva, le basta con la complicidad mafiosa de sus parientes cercanos, políticos, altos funcionarios, periodistas y jueces. Los empresarios de verdad, los que son capaces de crear industrias competitivas, los que exportan y generan riqueza, son una minoría mal vista, sin poder real, pájaros cantores en un aviario de rapaces.
Aquí en España, el estado es una tapadera para medrar, para amedrentar a los díscolos, una maquinaria que lleva siglos cumpliendo parsimoniosamente su función. El estado es sólo un subconjunto de la poderosa elite extractiva, un decorado de columnas dóricas que esconde entre candilejas a la cueva de Alí Babá. Nuestros impresentables dirigentes políticos, miembros de segunda fila de este hampa español, intentan acallar las voces de los ciudadanos que se quejan cubriéndoles la boca con páginas arrancadas de la Constitución, mientras se tapan sus propias vergüenzas con la bandera bicolor. España es para sus ciudadanos, un laberinto sin salida, un proyecto fracasado, una encerrona.
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