Opinión · El dedo en la llaga
Elogio (parcial) de la mentira
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Sobre la verdad se han dicho muchas tonterías. Una de las más citadas por aquí es ésa que se atribuye injustamente a Antonio Machado, según la cual “la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. Machado escribió esa frase, pero sólo para refutarla: dejó inmediata constancia de que, si bien a Agamenón la sentencia le encantaba, a su porquero le daba cien patadas. Y es que Machado sabía que las verdades que se presentan como generales y abstractas casi siempre sirven para defender los intereses materiales y concretos de unos pocos, que tienden invariablemente a sacar partido de la miseria de los más.
Odio a los fanáticos de “la verdad”. Ésos que afirman: “Yo siempre digo la verdad”. ¿La verdad? ¿Qué diablos es la verdad? Nos manejamos con pequeños jirones de verdad. La verdad (“toda la verdad y nada más que la verdad”) es inabarcable.
Pondré un ejemplo pedestre. Hace unos días, me encontré con una conocida a la que hacía años que no veía. Según nos topamos, me soltó: “¡Ay, Javier, estás mucho más gordo!”. Como si yo no sólo estuviera gordo, sino también ciego, y no constatara desolado esa circunstancia tan poco entusiasmante en el espejo de mi cuarto de baño, un día sí y otro también. Me sentí en la obligación de responderle con idéntico ánimo constructivo. Le dije: “Tú, en cambio, estás viejísima”.
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Nos entró la risa. En realidad, según pude comprobar acto seguido, los dos nos habíamos visto con un aire tirando a aceptable.
La verdad –la realidad– presenta muchísimos aspectos desagradables, pero no hay ninguna necesidad de airearlos todos, a todas horas y sin parar, vengan o no a cuento. En no pocos casos, resulta no sólo más piadoso, sino también más justo y equilibrado, guardar silencio, o recurrir a eso que los jesuitas llamaban “mentiras piadosas”.
La verdad –así, en singular, con esa petulante tendencia a la mayúscula– es poco probable que exista. A cambio, hay muchas verdades parciales. Yo tengo predilección por las que mejor ayudan a clarificar los malos tragos colectivos.
En cambio, tratándose de la buena gente, me atengo al clásico “¡qué buen aspecto tiene usted esta mañana, don Andrés!”.
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