Opinión · El dedo en la llaga
Entre Galeusca y España
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Hace 75 años, según unos, y 85, según otros, dio sus primeros y tímidos pasos la alianza entre varios partidos nacionalistas de Galicia, Euskadi y Cataluña, a la que sus impulsores denominaron Galeusca. Respondía al deseo de sumar fuerzas contra el poder centralista español, hostil a las aspiraciones nacionales de las tres comunidades periféricas.
La alianza nunca resultó demasiado operativa. Es posible, incluso, que su momento de mayor esplendor lo haya tenido con motivo de las elecciones al Parlamento Europeo de 2004, en las que Galeusca, que se presentó como coalición, obtuvo casi 800.000 votos y dos escaños.
La iniciativa de Galeusca responde a una de las diversas respuestas que suele recibir la pregunta
más enojosa que conozco: “¿Qué es España?”.
Bastantes partidarios de Galeusca suelen llamar “España” a todos los territorios abarcados por la autoridad del actual Estado español que no son ni Cataluña, ni Euskadi, ni Galicia. Pero esa manera de ver la cuestión resulta tirando a vaporosa, y no sólo por la problemática amalgama que monta entre asturianos, canarios, extremeños, riojanos, leoneses, murcianos, etc. También porque, al entremezclar criterios históricos, culturales y políticos, no se sabe de qué habla. Por ejemplo, no deja claro qué Cataluña es la que se considera parte de Galeusca. Porque los hay que entienden Cataluña en unión con los otros países de su familia lingüística, particularmente el País Valenciano y las Islas Baleares (los Países Catalanes), y los hay que la limitan, a efectos políticos, a las cuatro provincias administrativas actuales.
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Con Euskadi pasa algo distinto, pero semejante: unos la conciben unificando a efectos políticos el conjunto la comunidad cultural vasca (Euskal Herria, que incluye buena parte de la población de Navarra) y otros se ciñen a los tres territorios de la vigente comunidad autónoma.
La idea de España que implica la iniciativa de Galeusca es confusa, pero no más que cualquier otra de las que andan sueltas. El transcurrir de los siglos, convulso y tedioso a la vez, nos ha deparado una formidable crisis de identidad. O tal vez –ojalá– una identidad crítica.
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