Opinión ·
Dictadores en nómina de Occidente
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Los temores de los más reaccionarios no se han cumplido. La invasión yihadista que iba a arrasar Occidente, ayudada por la supuesta quinta columna islámica, no se ha materializado. La incapacidad de mancharse las manos de sangre, típica de los acomodados ciudadanos de las democracias, no ha puesto en peligro nuestra seguridad. No es necesario esconderse bajo la cama ni invocar una cruzada porque algunos fanáticos refugiados en cuevas tengan la costumbre de recordar el mito de Al Andalus.
Al Qaeda, o al menos la sede central de la franquicia que responde a ese nombre, ha fracasado en su intento de movilizar a la opinión pública de los países musulmanes bajo la bandera de la guerra santa contra Occidente. Sus críticas a movimientos islamistas como Hamás o los Hermanos Musulmanes dejan patente que ni siquiera los grupos que suelen llevar el distintivo de radicales son receptivos a su propaganda.
Un sondeo reciente llevado a cabo en varios países musulmanes confirma que existe un rechazo generalizado a los ataques contra civiles norteamericanos, una de las señas de identidad de Al Qaeda. Entre el 68% y el 89% de los encuestados se opone a estos atentados, cometidos para conseguir “objetivos políticos o religiosos”, en lugares como Egipto, Jordania, Marruecos o Indonesia. El rechazo es también mayoritario en Pakistán y Palestina, aunque con menores porcentajes.
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No es que el pacifismo haya arraigado en estas sociedades. El principal factor que anima a la radicalización y dificulta las relaciones con Occidente es la presencia militar de EEUU en algunos de estos países. En segundo lugar, hay que apuntar al carácter autoritario o dictatorial de la mayoría de sus gobiernos. Muchos de ellos mantienen buenas relaciones con EEUU y la UE, lo que desacredita nuestros frecuentes llamamientos en favor de la democracia. Occidente apoya a gobiernos que torturan y manipulan las elecciones. No es extraño que ese desprestigio nos alcance.
Dado que la oposición a esa presencia militar, en especial en las bases de EEUU en el Golfo Pérsico, es muy alta –incluso en Turquía, un Estado miembro de la OTAN–, la encuesta cuenta con otro dato que casi contradice al anterior. Los mismos que rechazan los ataques contra civiles los aceptan si su objetivo son los militares norteamericanos.
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Es el resultado de un orgullo nacional herido para el que los soldados de EEUU son un símbolo del retraso del mundo árabe y de sus muchas derrotas desde la desintegración del imperio turco. Es producto también, en los sectores sociales más influidos por la religión, de una visión paranoica alimentada de teorías de la conspiración, las mismas que suelen florecer en las sociedades coaccionadas por la censura y la falta de libertad de expresión. De creerles, existiría un complot universal para hacerse con el control de unos países anclados en el subdesarrollo.
El agudo contraste entre un pasado glorioso y un presente deplorable genera monstruos. Los grupos yihadistas se alimentan de esa falta de dignidad nacional, pero los hechos demuestran que nunca han estado cerca de conseguir la victoria.
La amenaza, por pequeña que sea, siempre existirá a menos que Occidente haga valer su influencia. Las dictaduras raramente optan por el suicidio. Hosni Mubarak acaba de cumplir 10.000 días en el poder, al que llegó en 1981. Hace una semana, aceptó excarcelar a Ayman Nour, que ha pasado tres años en prisión porque se atrevió a presentarse como candidato de la oposición en unas elecciones y obtuvo 600.000 votos.
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En última instancia, somos cómplices de gobernantes como Mubarak. La mayoría de los musulmanes sabe que es inmoral y contraproducente asesinar a civiles, pero ¿cuál es la alternativa que damos a los que quieren democracia en Egipto? ¿Esperar a la muerte del faraón y confiar en que su hijo sea más benévolo?
Iñigo Sáenz de Ugarte
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