Opinión ·
Confesiones cubanas
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Pablo Milanés tendrá que seguir esperando. En unas declaraciones a Público en diciembre de 2008, el cantante lamentaba la falta de cambios en Cuba y el daño que la gerontocracia (aunque él no empleaba esta palabra) estaba haciendo al país. Muchos dirigentes habían pasado ya sus momentos de gloria y tenían que ceder el testigo a las nuevas generaciones. “Sus ideas revolucionarias de antaño se han vuelto reaccionarias y esa reacción no deja continuar, no deja avanzar a la nueva generación que viene implantando un nuevo socialismo, una nueva revolución que hay que hacer en Cuba”, decía Milanés.
La “nueva revolución” probablemente no llegue nunca. Para desgracia de Milanés, las dos condiciones más cotizadas en la élite cubana en estos momentos son las de militar y mayor de 70 años. Hay pocos países en los que se valoren tanto esas
características.
Esta semana ha habido cambios inesperados y también con cierto aroma al pasado. Dos políticos que han formado parte de la élite del país desde principios de los noventa han perdido sus cargos y algo más. Digamos que han sido arrojados a eso que llamaban antes el basurero de la historia.
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Carlos Lage fue el arquitecto de las reformas económicas permitidas por Fidel Castro y el representante de Cuba en los foros internacionales a los que no asistía Fidel. Pérez Roque ha sido ministro de Exteriores durante una década. En los nueve años anteriores fue el secretario personal de Fidel, al que acompañaba a cualquier acto público en el país o en el extranjero. Era su sombra, aunque ahora, ante la incredulidad general, Fidel se haya desmarcado y afirmado que nunca le propuso, ni a él ni a Lage, para ningún puesto político.
El de ahora es realmente el Gobierno de Raúl Castro, no un Gabinete heredado. Era completamente lógico que el nuevo presidente eligiera a su equipo y que cayeran muchos de los que han formado parte de los Gobiernos de Fidel en los últimos años.
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La sorpresa, por tanto, tenía sus límites, que acabaron saltando por los aires cuando Fidel Castro mandó parar a la antigua usanza. Aparentemente molesto por las primeras interpretaciones de los medios de comunicación internacionales, escribió que los cesados no sólo no eran su gente, sino que incluso eran unos traidores: “La miel del poder por el cual no conocieron sacrificio alguno, despertó en ellos ambiciones que los condujeron a un papel indigno”.
Y tras soltar la bomba, dijo que no quería más “chismografía” y pasó a hablar de béisbol.
Al día siguiente, Lage y Pérez Roque asumían su condición de purgados con sendas cartas dirigidas a Raúl, prácticamente idénticas. Reconocían los “errores” cometidos, elogiaban la reunión del Buró Político en la que les habían sacado los colores (y de la que los cubanos no saben nada) y proclamaban su lealtad “al partido, a Fidel y a usted” (Lage) y “a Fidel, a usted y a nuestro partido” (Pérez Roque). El orden de los factores no altera el producto revolucionario.
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Si gente del peso político de Lage y Pérez Roque ha estado trabajando para el “enemigo externo” durante algún tiempo, los cubanos tienen motivos para estar preocupados. ¿De quién pueden fiarse entonces? Si todo es una pantomima para salvar el honor de Fidel, mancillado por algo que ha leído que dicen en Miami, aún peor. Cuba no necesita purgas estalinistas al estilo de los años treinta ni arrepentimientos espontáneos.
Raúl ya dejó claro que no quiere una burocracia anclada en reuniones poco productivas y sin ideas nuevas. Han sido demasiados años de dejarse llevar por conceptos que no funcionaban y organizaciones que, como bien sabe el presidente, dejaban mucho que desear. Ahora el futuro es aún más sombrío si un simple y casi inevitable relevo en el Gobierno sólo puede ser explicado en términos de traición. La generación intermedia y los jóvenes dirigentes ya saben cómo se las gastan en las alturas.
Iñigo Sáenz de Ugarte
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