Opinión ·
Un mal año para la libertad de expresión
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Han sobrado desgracias e injusticias en 2010. El terremoto de Haití, que devastó el país más pobre de América, queda como símbolo para las muchas catástrofes naturales que suelen golpear con más virulencia a la gente ya castigada por la pobreza. Otro símbolo para los millones de personas atrapadas en guerras que no se han buscado es la población civil de Afganistán, que este año ha sufrido el mayor número de víctimas mortales desde la invasión del país en 2001.
Pero 2010 ha sido también un año muy malo para los derechos humanos, en especial la libertad de expresión, cuyos supuestos defensores parecen guiarse cada vez menos por los principios éticos universales y más por intereses
particulares y materialistas.
La concesión del Premio Nobel de la Paz al disidente chino Liu Xiaobo provocó una ola de condenas al régimen de Pekín por parte de los líderes del llamado mundo libre. El presidente de EEUU, Barack Obama, encabezó los llamamientos para la inmediata liberación de Liu, cuyo crimen ha sido criticar los abusos de los mandatarios de su país y pedir reformas. La silla vacía en la ceremonia de Oslo es una de las imágenes del año.
Sin embargo, hemos comprobado que la libertad de expresión también tiene sus límites en EEUU, el país que se precia por ser el más libre del planeta. La publicación de documentos clasificados del Pentágono y el Departamento del Estado por Wikileaks ha desatado una caza de brujas desconocida desde tiempos de Nixon o McCarthy. La Administración Obama –quizá presionada por el auge de los ultraconservadores que lograron reconquistar la Cámara de Representantes– ha declarado abiertamente que pretende meter a Julian Assange, la cara visible de Wikileaks, entre rejas y para ello estaría preparada a tergiversar la legislación, léase ley de espionaje, como sea. Al mismo tiempo, presiona a multinacionales americanas para que dejen de prestar sus servicios a la web que ha puesto en evidencia a los gobernantes de medio mundo, que dicen una cosa en público y otra distinta a los diplomáticos de EEUU.
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Es un ejemplo más del deterioro de la magia de Obama y su ya descafeinado mensaje del cambio. Es significativo que el único gran líder en condenar la persecución de Assange y su organización haya sido el presidente saliente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva. El Brasil de Lula y ahora Dilma Rousseff es un faro que luce más allá de América Latina, una región cuyo balance en derechos humanos también deja mucho que desear todavía.
En el viejo continente, la hipocresía no es menor, como muestra la segunda silla vacía del año. El Parlamento Europeo otorgó por tercera vez en ocho años el Premio Sájarov de Derechos Humanos a la disidencia cubana. La lucha de Guillermo Fariñas contra el régimen castrista, poniendo en peligro su propia vida, merece ser premiada, como también la labor de la activista saharaui Aminatou Haidar, una de las finalistas del Sájarov. El problema es que las instituciones y gobiernos europeos no muestran la misma sensibilidad cuando les toca el bolsillo. La dura represión y el apagón informativo que siguieron al desmantelamiento del campamento Dignidad en el Sáhara Occidental no arrancaron ni media palabra de condena a los líderes europeos. Es más, los 27 dieron carpetazo al asunto con la firma de un acuerdo comercial con Rabat.
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Tal como están las cosas, no hay que descartar que el año que viene pueda haber otra vez una silla vacía en Oslo: la de Assange.
Thilo Schäfer (22/12/2010)
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