Opinión · Tierra de nadie
Un referéndum para Cataluña
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La celebración de la Diada es la penitencia anual de clase política catalana y su cura de humildad. El Gobierno de la Generalitat y las delegaciones de los partidos llegan estoicamente por turnos hasta el monumento a Rafael Casanova con sus coronas de flores y el rostro contrito dispuestos a escuchar Els Segadors, y el personal allí congregado les pone de vuelta y media como marca el guión. Este año la liturgia volvió a cumplirse, con la salvedad de que los independentistas eran minoría y lo que se escuchaba eran los gritos de los parados y los regulados de Nissan y Roca llamando facha a Montilla, y en castellano para más inri. Lo nunca visto.
Si fuera posible extrapolar de los abucheos un termómetro de las preocupaciones sociales, cabría deducir que la polémica sobre una eventual sentencia del Tribunal Constitucional contra algunos artículos del Estatut preocupa mucho a los políticos y encoge de hombros a la ciudadanía, entre los que, según los últimos datos del INEM, se encuentran 519.129 desempleados que aspiran a hacer tres comidas diarias y a que los bancos no se queden con sus casas por no poder pagar la hipoteca. No sólo de identidad nacional vive el hombre, por mucho que resida en el Maresme.
Sin embargo, es el Estatut el que llena la escena. A la espera de que el Constitucional encuentre hueco algún año de éstos para emitir un veredicto, la tesis manejada por los nacionalistas catalanes, y hecha suya por Montilla, es que estamos ante un pacto suscrito entre España y Cataluña, ratificado en referéndum, que ningún tribunal puede cambiar, y menos este órgano politizado y casi ilegítimo. El argumento tiene una falla de raíz, que es presentar a la parte y al todo en condiciones de igualdad, lo que legalmente es cuestionable y físicamente, imposible. Por explicarlo gráficamente, el cuerpo puede prescindir de su mano, pero una mano no puede amputarse el cuerpo.
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Como el vasco, se hace evidente que el pretendido problema catalán sólo puede conllevarse, como sentenciaba Ortega, y resulta agotador. El “parece que quieran que nos fuéramos” de ayer del Honorable es ya un clásico en la literatura política. Si no existiera tanto miedo a la democracia, sería el momento de un referéndum de independencia. Y si la mano decidiera seguir unida al cuerpo, que no vengan los dedos a tocar las narices.
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