Opinión · Tierra de nadie
La absolución del franquismo
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Habrá quien lamente por Garzón y por su carrera que el Supremo haya decidido juzgarle por investigar los crímenes del franquismo. Ha de ser duro para un juez afrontar una acusación de prevaricación por dictar una resolución que ni es injusta a ojos de la razón ni es disparatada en Derecho, como prueba el hecho de que varios magistrados de la Audiencia Nacional la respaldaron. Sin embargo, lo verdaderamente terrible de sentar a Garzón en el banquillo es que se consagra de forma irreversible el punto y final que supuso la amnistía de 1977, una ley del silencio que perdonó a inocentes y dio inmunidad a los verdugos.
Franco fue un asesino contumaz que se declaraba dispuesto a matar a media España, y el suyo un régimen criminal, que ya desde su origen facultó la comisión de acciones terroristas, tal y como establecía un decreto de su junta militar en el que consentía “ciertos tumultos a cargo de civiles armados para que se eliminen determinadas personalidades, se destruyan centros y organismos revolucionarios”. Un régimen al que ponía voz otro asesino como Queipo de Llano, quien desde Radio Sevilla pedía a sus adictos dar un tiro a cada republicano y dejar vivas a sus mujeres para que fueran violadas por sus “valientes legionarios”. Tal éxito tuvieron estas arengas que el franquismo tuvo que autoaministiarse en 1939 y declarar no delictivos los asesinatos cometidos por afinidad con el Movimiento.
Al acabar la guerra prosiguieron las torturas sistemáticas y el exterminio de opositores, que fueron enviados por miles al paredón en juicios sin garantías, cuando no se les daba el paseíllo y se rellenaban las cunetas con cuerpos. Tanta saña es inédita en la Historia para un enemigo que, como se decía, estaba “cautivo y desarmado”. Nada de esta barbarie ha podido investigarse en un país que, ya en democracia, aplaudía la anulación de las leyes de punto y final de otros países y defendía que delitos similares a los cometidos por el franquismo no debían prescribir.
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La última pirueta del destino ha llevado a que los herederos intelectuales de aquella dictadura sean los acusadores de una causa con la que se entierra toda esperanza de hacer justicia. Garzón es un instructor manifiestamente mejorable, pero de lo único que es culpable en este caso es de intentar reparar una ignominia.
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