Opinión · Tierra de nadie
La resignación es el suicidio
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Algunos datos objetivos como el descenso del consumo de electricidad pueden medir si una huelga general ha tenido éxito. Unos miles de megavatios de menos transforman, casi por arte de magia, un miércoles en domingo, aunque sin churros calientes a la hora del desayuno. Algo parecido a esto es lo que ha ocurrido ayer, donde los sindicatos a los que mucha gente había matado con precipitación y alevosía han confirmado que no es que gocen de una salud excelente pero van tirando con sus achaques.
Sería triste que el resumen de lo ocurrido fuera que el Gobierno ha salvado la cara y las centrales, los muebles, mientras se acepta con estoicismo que el pasado es inamovible y que el futuro vendrá movido. No lo merecerían los millones de trabajadores que han secundado la huelga, de los que no cabe decir que han ejercitado un derecho sino más bien que han dado pruebas de su heroicidad en un país donde más del 94% de las empresas no llegan a los diez empleados y dar un paso al frente estigmatiza de por vida.
Al ayudante del taller mecánico, a la dependienta de la mercería, a la señora de la limpieza y al camarero del bar de la esquina que, como poco, han entregado un día de su pequeño salario y, a mayores, pueden acabar en el INEM haciendo cola si el jefe tiene día atravesado y le ha sabido mal su atrevimiento, no se les puede decir gracias y hasta la próxima. Fue para toda esa gente para la que se inventaron los piquetes, por mucho que Díaz Ferrán los tildara casi de terroristas y asegurara que las empresas habían abierto para garantizar el derecho al trabajo. Obviamente, no se refería a las suyas, donde ya no quedan ni arañas en la caja fuerte porque Don Gerardo cuando limpia es más eficaz que Mister Proper.
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El 29-S no merece pasar a la historia como una huelga menor. Quizás sus efectos no se aprecien rápidamente pero transmite algunas enseñanzas interesantes. Ha permitido retratar a un Gobierno que ha dimitido de la política para entregar la cuchara a los mercados, esos que nunca se presentan a las elecciones. Debe mostrar a los sindicatos lo inconveniente que es irse de luna de miel con los que mandan, porque de besos también pueden llegar a morirse. El resto nos conformaríamos con haber aprendido que la resignación es el suicidio cotidiano del que nos hablaba Balzac.
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