Opinión · Tierra de nadie
El luchador del jersey de punto
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Era tan duro que le dieron por muerto una vez y no les hizo caso. Marcelino Camacho era también íntegro, uno de esos tipos extraños que no cambian de mujer –Josefina decía ayer en su velatorio que quería ser tan fuerte como él- ni de piso, aunque al final tuviera que dejar su cuchitril del madrileño barrio de Carabanchel para mudarse a una casa baja apta para su silla de ruedas. El 30 de septiembre le visitó Nicolás Redondo y los dos grandes líderes sindicales que ha tenido este país pudieron mirarse a los ojos por última vez.
Al pensar en Marcelino el recuerdo le devuelve a uno una imagen de invierno, con esos jersey de punto que le hacía Josefina desde sus tiempos de la cárcel. Era una persona obsequiosa, que antes de cada rueda de prensa estrechaba la mano de todos los periodistas, como si quisiera agradecerles su presencia. Dicen ahora de Camacho que fue el artífice de la modernización sindical, y es verdad, aunque en su última etapa como secretario general de CCOO le tacharan de antiguo y huyeran de sus peroratas. Sus proclamas contra el capital y la gran banca sonaban entonces a otro tiempo, que como se ha visto no era el pasado sino este presente de la crisis y las hipotecas subprime.
Como viene a ser habitual en la izquierda, la organización que él mismo había creado le maltrató, incapaz de reconocer que se encontraba ante la figura más importante de su propia historia. Le reprochaban que no hubiera sabido retirarse porque, habiendo tomado su delfín, Antonio Gutiérrez, distancia del PCE, él seguía acudiendo al comité central con un discurso opuesto a la dirección de CCOO. Habría debido ser el presidente de honor del sindicato hasta su muerte, pero esa incapacidad para distinguir al hombre del mito lo impidió.
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Los que abominan del sindicalismo deberían repasar la trayectoria de Marcelino, a quien, prafraseándole, ni doblaron, ni doblegaron ni pudieron domesticar. Este rebelde de 92 años era un abuelo que se dejaba querer. Al dejar las riendas del sindicato, quienes seguíamos la información laboral le entregamos la escultura de una paloma en una cena-homenaje. Le sigo viendo de pie, emocionado, mientras Josefina le pelaba la manzana del postre. “¿Qué vas a hacer ahora?”, le pregunté. “Seguir luchando –me dijo-. Tengo toda la vida por delante”.
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