Opinión · Tierra de nadie
La señora de la balanza trucada
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Quizás cambió de opinión después de ser obligado a beberse a palo seco un copazo de cicuta, pero parece que Sócrates tenía un alto concepto de los jueces y hasta se atrevía a citar las características que debían reunir para ejercer su magisterio. A saber: “escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente”. Hay que presumir que todo estudiante de Derecho ha escuchado la máxima en algún momento de la carrera, salvo la presidenta de la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal de la Audiencia, Ángela Murillo, que ese día, forzosamente, tuvo que faltar a clase.
Está bastante probado que Txapote y los etarras a los que se juzga por el asesinato del concejal de UPN José Javier Múgica son unos cabrones de tomo y lomo, pero no parece razonable que sea la encargada de juzgarles quien les atribuya esa condición en la sala de vistas. Y no sólo porque es muy ordinario que su señoría descienda a esos cenagales cuando su potestad para hacer callar a los acusados, reprenderles o devolverles a los calabozo es absoluta, sino porque la mujer del César, en el caso de haber sido juez, también habría debido parecerlo. Con conductas semejantes consiguió que el Supremo le anulara un juicio por parcialidad manifiesta, y ahora ha sido ella misma la que se ha quitado de en medio preventivamente por lo que pudiera pasar.
A Murillo no se le debería reír la gracia, como ha hecho Bono, quien cree que su único error fue no apagar el micrófono a la hora de expresar “lo que piensa toda España”. El verdadero error de la magistrada es haber puesto negro sobre blanco su manera de impartir justicia, que, por lo visto, no es la de ponderar las pruebas y testimonios recabados en el juicio antes de decidir el fallo. Aunque Sócrates no lo dijera, la tarea de un juez es juzgar y no prejuzgar.
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Las altas magistraturas del país no precisa mayores dosis de campechanía que las que aporta el inquilino de la Zarzuela. Desde luego, no estamos necesitados de jueces predecibles. Nos sobra con los ecuánimes, esos que, por lo general, tienen la lengua algo menos corta que el sentido común.
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