Opinión · Tierra de nadie
La lacra del derecho de manifestación
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A José Ignacio Wert, un hombre cuya sorpresa por las frases que pronuncia es equivalente a la que algunos experimentan al comprobar cuánto puede degradar a una persona la condición ministerial, va a haber que encargarle un parte de guerra diario de la acción del Gobierno, especialmente después de que este martes se haya superado con éxito, esto es, a palos, el intento de unas turbas incontroladas de dar un golpe de Estado a lo Tejero pero sin tricornio.
El último de los partes tendría forzosamente que reconocer que el país avanza de manera inexorable en sus posiciones de retroceso, como lo demuestran que las ventas de coches sean las mismas que en 1994 o que en el reconocimiento y el ejercicio de los derechos individuales y colectivos estemos volviendo al siglo pasado y aún más lejos, siguiendo el camino marcado por un Ejecutivo que le ha cogido el gusto a la marcha atrás en las condiciones de vida, en los salarios y hasta en el sexo, que ya se sabe que estos condones de hoy en día los carga el diablo. De esta generosa involución se ha dado cuenta hasta The New York Times, que nos saca hambrientos y en blanco y negro.
Tras el retorno de Bertín Osborne a TVE, el coup de théâtre definitivo vendrá cuando veamos a Rajoy enfundado en los añorados pantalones de campana y a los policías uniformados de gris marengo, modas que se perdieron por ese vicio de vestirnos por encima de nuestras posibilidades en los centros de oportunidades de El Corte Inglés
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La regresión, debería decir Wert, va por buen camino. Cangrejeamos sin desmayo en el Código Penal, donde la cadena perpetua pronto volverá a ser algo tan real como los abortos en Londres, los inmigrantes a Alemania, las cerilleras en las puertas de Eurovegas, la reválida, la misa de doce, el señorito, los obreros y las vajillas de Duralex.
Lo sucedido este martes a las puertas del Congreso debiera hacer recapacitar al Gobierno sobre la conveniencia de recuperar la ley de Orden Público de 1867, hija de González Bravo, ministro de Narváez, por la que podía prohibirse toda manifestación pública que ofendiera “a la religión, a la moral, a la monarquía, a la Constitución, a la dinastía reinante, a los cuerpos colegisladores y al respeto debido a las leyes”. Con ese punto de apoyo, una delegada del Gobierno como Cristina Cifuentes movería el mundo.
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Hay que acabar con esos molestos derechos de reunión, asociación, manifestación y huelga, que tanto mal hacen a la mente de las nuevas generaciones y a las de las antiguas. Clausuremos esa factoría de antisistemas, que han llegado a creerse que pueden protestar impunemente cuando el Gobierno legítimo, en el ejercicio de sus funciones, les toca la cartera, el trabajo, la sanidad, la educación y la dignidad.
Si algo cabe pedirle a Rajoy, más allá de posar con Obama como un san Luis, es que prosiga sin desmayo este ejercicio hipnótico que nos devuelve a un pasado que nunca debimos abandonar, y que cuando lo complete se olvide de chasquear los dedos para despertarnos. Es por nuestro bien.
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