Opinión · Tierra de nadie
El pablismo
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Por eso de que la historia es circular o al menos lo aparenta, respecto a Podemos no han dejado de establecerse comparaciones con aquel PSOE de los 70 que también propugnaba la caída de un régimen –algo menos benévolo que el actual, dicho sea de paso-, la ruptura democrática y la instauración de una república federal como salvaguarda de la unidad de la clase trabajadora. Algunos socialistas desmemoriados que hoy desprecian por irrealizables algunas de las propuestas del nuevo partido tendrían que recordar que el suyo reconocía entonces el derecho a la autodeterminación de las nacionalidades del Estado y las atribuía la facultad de determinar libremente cómo se relacionarían con el resto, que era como se expresaba antes el famoso derecho a decidir.
Ha ayudado en esto de las comparaciones la coincidencia de la asamblea fundacional de Podemos con el 40 aniversario del congreso de Suresnes, donde emergió la figura de un joven abogado sevillano que hoy es consejero de Gas Natural. Aunque para ser justos, fue el propio Pablo Iglesias quien ya en la campaña de las europeas estableció paralelismos entre la ilusión que despertaba su formación y la que había llevado a los españoles a votar en masa al PSOE en 1982. “No me llamo Pablo Iglesias por casualidad”, repetía en cada mitin para recordar sus raíces socialistas. Si no jugaba a ser Felipe González, lo cierto es que lo parecía.
Este juego de las semejanzas ha seguido su curso tras la celebración de la Asamblea y a la espera de que los más de 130.000 inscritos decidan si Podemos se organizará al estilo de los “partidos de la casta” en torno a la figura de un secretario general, como defiende Iglesias, o si, por el contrario, tendrá un dirección colegiada, como propone el grupo del eurodiputado Pablo Echenique, un modelo que, al menos a priori, parece encajar mejor en la filosofía del movimiento.
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El órdago de Iglesias, que ha amenazado con echarse a un lado si sus propuestas son derrotadas, recuerda no ya a Suresnes sino a otro congreso del PSOE, el 28, en el que González presentó su dimisión al rechazar los delegados socialistas por abrumadora mayoría la pretensión de su joven líder de borrar el marxismo de la definición ideológica del partido. Aquella crisis se resolvió pocos meses después en el llamado 28,5 Congreso, en el que González y su clan dieron la vuelta a la tortilla y, por goleada, hicieron bueno aquello de que había que ser socialistas antes que marxistas. El PSOE cambió un apellido por otro y se hizo felipista.
El felipismo fue muy eficaz para alcanzar el poder y para mantenerse en él una larga temporada pero arrasó con el partido, que dejó de canalizar las demandas sociales para convertirse en una máquina de ganar en las elecciones y repartir cargos, un fotomatón que dejaba fuera del encuadre y de la partida a quien se moviera para rascarse la urticaria que producía semejante caudillismo.
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En apariencia, Podemos se ha construido para ser todo lo contrario o, eso se desprende, de su definición como “estructura abierta, viva y cambiante” y de su ambición de representar otra forma de hacer política. Iba a ser la gente la que marcara el camino y no al revés, sin que por ello se perdiera “eficacia”.
Lo peor de la amenaza de Iglesias no es tanto que él se aparte para dejar paso a los vencedores, sino su premonición de que una dirección colegiada hará imposible el triunfo electoral. Es un todo o nada. El mensaje a las bases es realmente envenenado: sólo yo puedo conduciros a la victoria, sólo yo puedo ganar a Rajoy y a Sánchez, y si me apoyáis no me pongáis obstáculos y que sean los perdedores quienes se echen a un lado porque si no dejarán de ser la “gente honesta” que aparentan.
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La votación se ha convertido de esta manera en un plebiscito sobre el liderazgo de Pablo Iglesias. A Felipe González le salió bien la jugada pero ni el mus es una ciencia exacta ni la historia, por muy circular que sea, ha de repetirse necesariamente.
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