Opinión · Tierra de nadie
Albert Rivera, el increíble hombre cambiante
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Una de las pocas cosas coherentes de Albert Rivera es su indescriptible pasión por Paolo Coelho, uno de los mercachifles más celebrados del panorama literario mundial. Su antología de sandeces célebres se amoldan a lo que Ciudadanos dice querer representar, un partido que “nunca desiste de un sueño sino que trata de ver la señales que llevan a él” porque “sólo hay una cosa que vuelve un sueño imposible: el miedo a fracasar”. Reflejado en el espejo de sus citas, Rivera sería un político sin miedo a las dificultades “al que sólo asusta la obligación de escoger un camino porque significa abandonar otro”. Consciente de que “a veces hay que decidirse entre una cosa a la que se está acostumbrado y otra que le gustaría conocer”, lo que más le tranquiliza es saber que “cuando realmente quiere algo, todo el Universo conspira para que la consiga”. A nadie le extrañará por tanto que para ‘míster Orange’ “imposible sea sólo una opinión”, que es, por cierto, la frase de referencia de todos sus mítines. Como toda la obra pseudomística y cursi de Coelho, Rivera es, en cierta medida, un manual de autoayuda para el país, en el que pretende ejercer de alquimista.
Hay quien no le perdona al brasileño su descaro en el plagio, aunque debe reconocérsele que para robar Aleph a Borges y titular así su novela transiberiana hay que tenerlos enormes y cuadrados. Rivera, que es otro experto en falsificaciones, lleva tiempo tratando de enfundarse en la piel de Adolfo Suárez, pero ya sea porque la nariz le sobrepasa o porque sus deltoides resultan abusivos, el disfraz no termina de encajarle por mucho que intenta que le cierren las cremalleras.
Suárez resultaba auténtico. El joven falangista era un jugador de póquer que ganaba partidas a los poderes fácticos, un loco que se citaba en secreto en un chalet de las afueras con el demonio de Carrillo antes de legalizar al PCE, algo que su pretendido émulo jamás hubiera hecho porque se debe a sus patrocinadores. A lo más que ha llegado es a tomarse un café con Pablo Iglesias. El suyo es el cambio que deja todo igual, el que no quiere romper nada, el mascarón de proa de una nueva política que siempre corre en auxilio del vencedor, tal y como muestran los pactos de C’s en la comunidades autónomas. Su centro político no es geográfico sino producto del marketing.
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Los principios de Rivera son amorfos, moldeables. Siempre que el cloro no huela a nacionalismo, es el agua que se hace taza, botella o tetera, al más puro estilo taoísta de Bruce Lee. Puede comulgar con el PSOE, con el PP o con un ultraderechista irlandés como Declan Galney, que le forró el riñón para concurrir juntos a las elecciones europeas de 2009. Salvo en economía, cuyas propuestas ha tomado al dictado de factorías de pensamiento neoliberal, tal que FAES o Fedea, la ideología de Ciudadanos es incolora, inodora e insípida. Pura agua del grifo.
Ello no impide al increíble hombre cambiante impartir lecciones magistrales. Exige primarias internas a los demás pese a que él fue elegido primero por el orden alfabético de su nombre y con una lista cerrada después. Luego, obviamente, lo olvida por eso de que en política siempre se cede. Repudia a Rajoy el lunes y le abraza el martes, pero lo hace “por el bien de España”. Se declara implacable contra la corrupción y un abanderado de la higiene en política, instantes antes de matizar que la prevaricación es un pecado venial que no merece el infierno. Su regeneración es cosmética y él puro maquillaje.
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Rivera vende que ha llegado para “poner en marcha el país” y para alzarse entre “rojos y azules” como símbolo de la concordia y del espíritu de una Transición que sólo idealizan sus protagonistas. Es la opción de un empresariado sin referente, que no paga mordidas o quiere dejar de pagarlas, y la apuesta de cierta prensa de derechas airada, que no ha tenido más remedio que jugar al número que quedaba libre. En callejones sin salida su influencia se reduce hasta la insignificancia, lo que bien podría producirse en el recuento de unas terceras elecciones. Como diría el ínclito Coelho, “morir mañana es tan bueno como morir cualquier otro día”. Veremos hasta dónde está dispuesto a llegar para retrasar esa convocatoria.
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