Opinión · Tierra de nadie
La balsa de piedra
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Rui Moreira, alcalde de Oporto, lo ha llamado Iberolux, un modelo de relación entre Portugal y España inspirado en el que Bélgica, Holanda y Luxemburgo establecieron para coordinarse como proyecto común antes incluso del nacimiento de la Comunidad Económica Europea. No se habla de matrimonio, que eso serían palabras mayores, pero sí de una amistad con derecho a roce que empiece a hacer realidad el viejo sueño del iberismo de unir social y políticamente la península en una nueva entidad con una sola voz en el mundo.
Lo de usar pegamento en vez de disolvente para construir una ‘patria nova’ es una idea sugerente que viene rondando a escritores, intelectuales y hasta a políticos de ambos lados de la Raya desde hace varios siglos, bien es verdad que con más intensidad donde el Tajo es Tejo y el pollo, frango. Contamos con todos los mimbres necesarios para hacer el cesto: hay lazos históricos, económicos y culturales, hay intereses comunes que defender en Bruselas, hemos compartido pesimismo y dictaduras y no existe más frontera que la mental, ese recelo ancestral con el que hasta hace bien poco nos dábamos la espalda.
Es fácil entender la desconfianza lusa porque el imperialismo castellano siempre ha mirado hacia al oeste con ojos golositos desde que Felipe II asumiera el trono de Enrique I tras la batalla de Alcántara y el experimento acabara en rebelión y en el reconocimiento de la independencia portuguesa en el Tratado de Lisboa. La indiferencia de los españoles, en cambio, sí que resulta más incomprensible. No hace mucho que a Portugal las clases populares patrias iban exclusivamente a comprar toallas de rizo americano y teteras de cobre en excursiones apresuradas. Era el supermercado de los pobres, donde los muertos de hambre nos sentíamos superiores y hasta hacíamos gala de un ridículo supremacismo lingüístico. ¿Para qué aprender a dar las gracias en portugués si a lo que íbamos es a llevarnos el café que llovía allí desde Brasil? “Que nos entiendan ellos”, decían las madres mientras se esforzaban por convertir mentalmente los escudos en pesetas.
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Hemos tardado en conocer a los vecinos y en enamorarnos de la decadente Lisboa, nos hemos demorado una eternidad en descubrir a Eça de Queiroz, a Oliveira Martins, a Pessoa, a Lobo Antunes y a Cardoso Pires, nos ha faltado la visión de Saramago para imaginarnos desgajados del continente y navegando juntos por el Atlántico en esa gran balsa de piedra que es la Península Ibérica. “Podría ser discutible si España y Portugal deben juntarse en un solo Estado en breve término; pero no cabe discutir si conviene que dos pueblos hermanos y vecinos se conozcan mejor y, por consiguiente, se estimen más que hasta ahora”, escribía Clarín hace ya demasiado tiempo.
Quién sabe si el iberismo podría ser la solución a nuestros males territoriales, el proyecto común en el que embarcar a esas “naciones ibéricas” a las que Pi i Margall quiso federar sin tener, finalmente, el valor para hacerlo. Es una melodía que suena bien y a la que habría que ir poniendo letra. ¿Por qué no una liga de fútbol común? ¿Por qué no un banco central único? ¿Por qué no un nuevo tratado de Tordesillas en el que en vez de repartirnos el mundo estableciéramos objetivos comunes en educación, servicios, transportes o tecnología? ¿Por qué no dar por una vez y sin que sirva de precedente ejemplo de unidad y no de división? ¿Iberolux? Pues Iberolux, alcalde.
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