Opinión · Otra economía
La desigualdad, quintaesencia del capitalismo
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Fernando Luengo
Economista y miembro del círculo de Chamberí de Podemos
https://fernandoluengo.wordpress.com
Twitter: @fluengoe
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En los últimos años sobre todo han proliferado un sin fin de informes y estudios sobre la desigualdad, advirtiendo de su aumento y enquistamiento en niveles elevados, así como de las negativas consecuencias que tiene sobre el normal funcionamiento de las economías. Trabajos que no sólo proceden de las izquierdas y los enfoques críticos; también de instituciones tan venerables como el Fondo Monetario Internacional y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico.
El asunto ha alcanzado una notable centralidad política y mediática. A primera vista, parecería que emerge un cierto consenso sobre la relevancia del problema y sobre la necesidad de implementar políticas orientadas a la consecución de mayores niveles de equidad social. Pero no nos equivoquemos, ni saquemos conclusiones precipitadas.
El consenso no es tan amplio. Los economistas conservadores, con una formación neoclásica, que ocupan una posición dominante en las revistas académicas y en los departamentos universitarios, explicaban y todavía explican que la desigualdad, más allá de consideraciones de tipo ético, es una pieza necesaria y fundamental del engranaje económico; estimula el esfuerzo, recompensa la productividad, premia a los mejores y favorece el ahorro y la inversión.
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Nada que ver con la realidad, pues la educación esta relacionada, antes de nada, con la mochila vital y social de cada cual, los ingresos no se corresponden con la productividad -que, por lo demás, presenta evidentes dificultades de medición- y el ahorro de los ricos no se convierte en inversión productiva. Este relato, tan alejado del capitalismo realmente existente, ha sido muy útil para los poderosos, ha servido, a modo de agenda oculta (o no tan oculta), para legitimar y consolidar el status quo. De eso se trataba, finalmente.
Creo que, por muchos estudios que hayan aparecido recientemente desde las filas del conservadurismo académico e institucional deplorando la desigualdad, los planteamientos de fondo son tan insuficientes como sesgados. Se desliza el diagnóstico de que la inequidad es fruto de la operativa ineficiente de los mercados o de la existencia de entornos institucionales inadecuados. Se trataría, por lo tanto, de corregir ambas carencias, con buenas prácticas económicas y con más y mejor gobernanza.
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No discutiré que ambos factores pueden agravarla, pero en mi opinión este diagnóstico, además de quedarse corto, apunta en la dirección equivocada. Omite un principio básico, en el cual no me quiero detener, aunque considero obligado mencionar. El capitalismo se sostiene en una estructura de clases, que diferencia a los propietarios de los medios de producción y a los que tan sólo disponen de su capacidad de trabajo. Es evidente que en sus más de dos siglos de existencia, esta estructura ha conocido cambios sustanciales, pero su naturaleza clasista, que está en el origen de la desigualdad, subsiste e incluso se ha acentuado.
En una perspectiva más contemporánea, conviene reparar en que la desigualdad -el estancamiento de los salarios y la creciente concentración del ingreso y la riqueza- estuvo en el origen de la dinámica económica capitalista desde el triunfo del neoliberalismo, resultó funcional al proceso de acumulación financiarizado. No cabe olvidar tampoco que la esfera de los cuidados, a cargo en su mayor parte de las mujeres y esencial para la supervivencia de la economía de mercado, supone que más de la mitad de la población trabaja gratis, en oposición al trabajo remunerado del mercado.
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Asimismo, el aumento de la desigualdad ha sido la dramática consecuencia de unas políticas económicas que han buscado y han conseguido socializar los costes de la crisis; de unas políticas cuyos objetivos han sido reprimir los salarios de la mayor parte de los trabajadores, demoler los estados de bienestar y reducir al mínimo la agenda social y productiva pública. La desigualdad es, en un contexto de bajo crecimiento y en la antesala de una nueva crisis, el producto inevitable de una política por parte de las elites orientada a capturar recursos y renta.
Así pues, ni defecto ni carencia; la desigualdad forma parte de la lógica extractiva que, cada vez más, caracteriza al capitalismo actual. Por todo ello, reivindico su carácter sistémico, convencido de que avanzar hacia una sociedad más equitativa pasa por modificar, en beneficio de las mayorías sociales, el modelo económico y el entramado institucional imperantes. Un desafío que apunta, directamente, a las relaciones de poder.
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