Opinión · La revuelta de las neuronas
Entidad, identidad, comunidad.
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El centro de trabajo se ha construido históricamente como un espacio que genera identidad social a quienes no tienen nada más que sus brazos y cuerpos. Una paradoja ha venido acompañando a la modernidad en toda su evolución laboral: El espacio donde se sufría la explotación, confluía con el lugar donde tejer vínculos sociales y perspectivas comunes que ofrecían los ingredientes de una entidad cristalizada en una identidad compartida. La percepción provocaba una extraña simultaneidad donde las soluciones a la explotación, se incubaban allí donde más se sufría. La identidad obrera, excedía cualitativamente al sujeto fabril directamente señalado como encargado de guiar a las masas en su lucha contra el capitalismo. Cualquier ambiente laboral tendía a reflejarse en las normas hegemónicas de la producción industrial como reflejo de toda una sociedad.
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Hoy, este escenario no representa más que un campo sectorial sobre el conjunto de la producción que ya no alcanza a explicar la lógica que sobrevuela nuestros marcos de sentido y significado. Encontramos entonces, como explica Zygmunt Bauman, que no hay un hogar claro que los descontentos sociales puedan compartir. Andamos perdidos, desorientados, porque lo que se esfuma es una forma determinada de explotación que hacía de crisol en las relaciones comunitarias, sociales y políticas construidas en su contra; y con ella también se ve arrastrada nuestra identidad.
Frente a una realidad, que como a todas las que les tocan vivir a los seres humanos, no hay cabida para la nostalgia, para ese resoplar que claudica ante a la adversidad y se refugia en la incomprensión de un mundo que nos paraliza con pánico ante su amplitud. Sigamos mejor las enseñanzas materialistas que nos ofrecen Sartre, cuando nos recuerda que no perdamos nada de nuestro tiempo; quizás los hubo más bellos, pero este es el nuestro. Para empezar de nuevo, sin partir de cero (Negri), tenemos que conocer cuál es la estela de la que venimos para saber, no sólo a dónde vamos, sino en qué punto nos encontramos. El lugar por excelencia del proletariado moderno, se convierte en un espacio cada vez más ajeno a la solidaridad y paralelamente más propicio a la competencia, y en lugar de fraguar amistades, se gestionan relaciones tan volubles como dictan los ritmos acelerados de la flexibilidad y la empleabilidad. Hoy en la empresa no se trabaja, se milita de la misma manera que alguien vuelca sus ganas y tiempo confiando en un proyecto político capaz de encarnar aspiraciones y mejoras de futuro.
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La imperiosa exigencia de la empresa-mundo no deja espacio a la conspiración y a la mirada cómplice de los y las explotadas; todo gira muy rápido para preocuparse por algo más que no sea salvar el culo y consumir tiempo en presentarte como rentable de cara a la próxima criba que lleve a cabo la empresa. Nuestra mente sufre una actualización constante como la de los antivirus y nuestra capacidad orgánica puede mantener durante un tiempo con labilidad, a base de miedo, estrés o convicción ideológica, aderezado cada vez más con pastillas, cocaína, coaching o autoayuda. Programarnos ya no para hacer de todo, además, tenemos que poder ser cualquiera, convertirnos en otros, manejar nuestras emociones según lo requiera el guión mientras te animan a que aceptes de buen grado tu explotación con actitud positiva y voluntad de hierro, porque ¡tú lo vales!
Si auscultamos el panorama que tiende a instalarse en la mente y actitudes contemporáneas, con la precariedad e incertidumbre como principal estandarte, resulta complicado encontrar rasgos de identidad colectiva lo suficientemente potentes como para afirmar su existencia en el campo laboral. Richard Sennett nos recuerda que el carácter de una persona se corrosiona cuando vive inmerso en la discontinuidad, en el cambio abrupto y la vorágine que demanda los ritmos de la competencia. Sin posibilidad de asentarse, de permanecer quieto por un momento para recuperar el equilibrio y abstraerse para poder pensarse a uno mismo y a su alrededor, no hay comunidad que pueda echar el ancla. Esto no es un alegato al pasado, sino a la toma de nuestro presente en su búsqueda de los elementos que vertebren todo aquello que es contrario a la idea de inmunidad: la comunidad.
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Dejar de ser inmunes a lo que nos rodea, exceder el campo de lo que se supone que es nuestro cometido o de nuestra incumbencia, expresa un sentimiento compartido alrededor del calor y seguridad que emana cuando nos sentimos parte de un nosotros. En la calle, en el transporte, en la defensa de lo público, la paralización de desahucios, en los jóvenes sin futuro, o en las mujeres por su derecho a decidir, etc..., encontramos grandes valores y solidaridad, posicionamientos necesarios, pero todavía no suficientes para trascender su campo de batalla particular y alcanzar un nexo común que los interpele a todos sin por ello negar a ninguno. Un mundo donde quepan muchos mundos, podría no ser solo el lema de los zapatistas, también la radiografía de una identidad postmoderna que no puede reducirse a un único corte homogéneo como antaño. Por ahora, hemos descubierto la cantidad de mundos que pueden componer a ese mundo que las incluye, ahora nos falta saber como nombrar y sentir tácitamente aquello que nos posiciona sin pestañear contra el envite capitalista que coloniza nuestras vidas. Nos falta elegir el hilo con el que tejer a los hijos de la misma rabia.
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