Opinión · La realidad y el deseo
Memoria de la soledad
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El 1 de agosto de 1936 fue un día largo y triste en la Embajada de España en París. El Consejo de Ministros francés confirmó la traición de las democracias europeas al Gobierno de la República, aprobando la política de No Intervención en la Guerra Civil española. La luz clara y generosa del verano contrastaba con el corazón deprimido de Fernando de los Ríos, Luis Jiménez de Asúa y Pablo Azcárate. Reunidos en la embajada, redactaron un comunicado pidiendo que esa extraña neutralidad no fuese unilateral y que se impidiera al fascismo y al nazismo intervenir en apoyo de los militares golpistas. Fernando de los Ríos había recibido la noticia del golpe de Estado en Ginebra. El Gobierno le ordenó que se trasladara a Francia y que negociase la compra de armas necesarias para defender la legalidad vigente. Existían leyes internacionales y tratados particulares que justificaban la petición española. Por eso la indignación del intelectual socialista español se convirtió en una terrible sensación de desamparo cuando sus compañeros franceses le volvieron la espalda.
El problema estaba en Londres. Como los republicanos lo sabían, se nombró a Pablo Azcárate embajador de España ante su Graciosa Majestad. La misión era al mismo tiempo sencilla e imposible. Se trataba de convencer al Comité de No Intervención de que la parálisis de las democracias internacionales sólo servía para que los españoles quedasen a merced de los aviones de Hitler. Pero demostrar lo sencillo resulta imposible cuando los oídos que deben escuchar están cargados de cinismo. La sonrisa de la diplomacia inglesa había decidido que interesaba una dictadura militar en España. El duque de Alba, embajador de Franco y primo de Winston Churchill, tuvo una labor más fácil. Entabló las conversaciones que permitieron la buena amistad del Caudillo con los ingleses, que no sólo sirvió para traicionar a los españoles demócratas, sino para que Franco traicionase a Hitler en su debido momento. Los traidores nunca se andan con remilgos, ya se trate de la supervivencia, de la Razón de Estado o del simple gusto de hacer el mal.
El escritor Francisco Ayala pasó también días de soledad y tristeza en Praga, ciudad a la que llegó en junio de 1937 como encargado de Negocios de la embajada española. Uno de sus objetivos era conseguir que la dirección de la socialdemocracia europea abandonase el cinismo de la No Intervención y se uniera a la militancia socialista popular, muy conmovida por el desamparo de los demócratas españoles y por la impunidad del fascismo. Ayala nunca se hizo ilusiones. Había recibido la noticia del golpe de Estado durante un viaje por Argentina, Chile y Uruguay. Cuando supo que las democracias europeas se desentendían del conflicto, tuvo clara conciencia de que la República estaba condenada. No le quedó más alternativa que la dignidad personal de volver a su país y ponerse al servicio de su Gobierno. Trabajó como diplomático en Praga, sufrió la guerra y luego salió al exilio.
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“Sigan ustedes durmiendo la siesta”. Así increpó Martínez del Vayo, escritor y ministro de Estado, a los representantes internacionales que cerraban los ojos al drama de España y se aliaban a Hitler, Mussolini y Franco con la hipocresía de su neutralidad. El doctor Negrín y él habían paseado muchas veces sus soledades por Ginebra, junto a las aguas frías del Lago Lemán, procurando interrumpir el sueño de los injustos con discursos cargados de razón, legítimos y apasionados. No hubo manera, los estadistas durmieron la siesta, España apuró en soledad su tragedia y poco después estalló la Segunda Guerra Mundial.
En este otoño triste de Madrid, caminando las calles del año 2010, he pensado mucho en la soledad de la República española, condenada a muerte por la barbarie de unos tiranos y por las Razones de Estado de las democracias europeas. La memoria de esta soledad se parece a la tragedia actual del pueblo saharaui, un pueblo condenado. Franco y sus herederos, expertos en la traición, abandonaron a la colonia española. Ahora no hay condiciones internacionales para hacer que se cumpla la ley. España ha progresado, ya no es víctima sino verdugo. Está visto que madurar en este mundo significa hacerse experto en el cinismo, el silencio, la mentira y la insensibilidad. Ya formamos parte de esa plaga de cólera que arrasa Haití, Irak, Uganda o el Sáhara.
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