Opinión · La realidad y el deseo
¿Aprueba usted el proyecto de Constitución?
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Esa fue la pregunta que se nos propuso con claridad envidiable a los españoles el 6 de diciembre de 1978. Menos claridad había en mi estado de ánimo cuando me acerqué a la urna para votar no en contra de la decisión del partido con el que yo me identificaba. Pero es que no podía votar una Constitución que legitimase como forma democrática la monarquía impuesta por el dictador Francisco Franco. Suponía una traición a la vez para mi razón y mis sentimientos. Quería ser heredero de otra historia.
35 años después tengo conciencia de que mi rechazo a la Monarquía era algo más que una impertinencia juvenil. Su presencia en la Constitución significaba que en la realidad española había una parte cerrada a la soberanía popular, una esfera al margen de los ciudadanos y de la política. Miguel de Unamuno se cansó de repetir que entregarle a un rey “el mando supremo de las fuerzas armadas” supone la renuncia del pueblo a ser dueño de su destino y de su poder. Este pensamiento, escrito en tiempos de Alfonso XIII, sirve también para el reino de su nieto.
Y no estoy pensando en la posible reforma de la Constitución para solventar las carencias territoriales. Miren ustedes por donde, en esta semana constitucional y en este reino en crisis, no me parece un asunto prioritario. Lo que sí me parece más grave es constatar que la realidad política española no cumple ni las pretensiones ni los derechos sociales declarados en la Constitución de 1978.
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La monarquía, repito, simbolizó la separación entre la España real y la España oficial. En la Constitución de 1978 entraron muchas de las reivindicaciones del movimiento obrero y estudiantil, logradas gracias a una larga lucha contra la dictadura. Se dio valor constitucional a la esperanza de un Estado social y democrático, responsable de promover la libertad y la igualdad de sus ciudadanos. El problema fue que la España real se dejó en manos de la oligarquía económica del franquismo, perpetuada gracias al control político de la Transición. Eso acabó por convertir la España oficial de la Constitución en una gran mentira.
Empecemos por las pretensiones y pongamos como ejemplo la división de poderes: “La Constitución pretende dotar de independencia al Poder Judicial”. ¿Hay alguien decente que se atreva a mantener que la carrera judicial está al margen de los intereses políticos de los partidos mayoritarios? Es sólo un ejemplo. Y paso de las pretensiones a los derechos.
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Artículo 35: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo”.
Artículo 40: “Los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa”.
Artículo 47: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho”.
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Hacen falta pocos comentarios. Nuestra vida cotidiana denuncia el incumplimiento de la Constitución por parte de los Gobiernos sucesivos del PSOE y el PP que han trabajado al servicio de las élites económicas, acabando con los derechos laborales, facilitando el desempleo, el crecimiento de la desigualdad social, y aprobando leyes para que los bancos convirtiesen España en una gran laboratorio de especulación inmobiliaria sin asumir ningún riesgo. Cuando sus negocios salieron mal, se pagó sus deudas con dinero público y se maltrató a los ciudadanos con los desahucios de una ley hipotecaria de carácter sangriento. ¿Tiene algo que ver la realidad española con la distribución equitativa de la renta? En los últimos años, el trabajo basura ha hecho que tener un empleo no signifique vivir fuera de los índices de la pobreza y la marginalidad.
La reforma exprés pactada en agosto de 2011 entre el PSOE y el PP para convertir el control del déficit en un valor Constitucional supuso el certificado de muerte de la voluntad social y democrática de 1978. La oligarquía dio por cancelados los logros de la clase obrera en su lucha por la democracia y santificó la libertad de explotación como valor constitucional prioritario.
¿Qué celebramos el 6 de Diciembre? Un texto muerto, asesinado por la oligarquía. Por eso el único cambio que me parece ahora prioritario es el que permita una reivindicación simbólica de la independencia política. En España, con nuestra historia y nuestra realidad, el ideal republicano supone hoy reclamar la soberanía popular, salvar las leyes del control de las élites financieras, romper la lógica de una Transición malversada. Fuera de ese marco republicano, cualquier declaración social es pura hipocresía. Y los ciudadanos, como la Constitución, merecen fundarse en la sinceridad.
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