Opinión · El ojo y la lupa
Cuba, provincia de Estados Unidos
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No recuerdo una evocación tan creíble de la vida de los norteamericanos en la Cuba previa al triunfo de la revolución castrista como la de Rachel Kushner, una escritora nacida en Oregón y que, por motivos obvios (tiene sólo 43 años), no pudo ser testigo del ambiente y los hechos que recrea en ‘Télex desde Cuba’ (Libros del Asteroide). Para medio entender el enigma resulta útil saber que su madre vivió de niña en la isla caribeña y que uno de sus abuelos trabajó en las minas de níquel desde 1953 hasta que los barbudos derrocaron a Batista.
La novela no se centra en La Habana que se convirtió en un gran burdel al servicio del gran vecino del Norte, cuyos capos mafiosos invertían allí paletadas de dólares con la connivencia de las corruptas autoridades de la isla, convertida en una meca a precios de saldo para turistas de alcohol, droga y sexo. La Cuba de Kushner es otra, la de la zona oriental de la isla, cerca de Guantánamo, una tierra exuberante donde los norteamericanos monopolizaban la explotación del zinc y, a través de la United Fruit Company (UFC), también del azúcar. Miles de hectáreas de cultivo para cuyos trabajos más penosos se importaba a jamaicanos y haitianos retribuidos con salarios de miseria y que malvivían en chamizos casi a la intemperie. Se pasaban el día “agachados bajo un sol abrasador”, golpeando con la hoja plana del machete una caña de hojas tan afiladas “que te pueden hacer jirones la piel”.
Pero el paraíso estaba allí mismo, en las mansiones y clubs privados de los norteamericanos que controlaban el cotarro y que, tras tener que salir por piernas, lo evocarían durante toda su vida: “No tendrían ya esas casas gigantescas tipo rancho, ni podrían matricular a sus hijos en un colegio privado a cargo de la empresa. No habría sueldo estadounidense con el que poder tener siete criados. ¿Y qué me cuentas del yate?”
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‘Télex desde Cuba’ trata de ese edén perdido, de la perspectiva de los niños que se iban haciendo hombres, se dejaban seducir por el encanto primitivo de la isla, intuían la injusticia profunda que allí fermentaba, se relacionaban de manera desigual con los ‘nativos’ y, en ocasiones, se comprometían y se echaban al monte para que Cuba pudiera ganar su independencia real. De forma paralela, la novela se refleja el ascenso de los rebeldes hasta el triunfo final, fraguado en esa misma región oriental en la que la UFC monopolizaba el cultivo de caña… excepto 40 hectáreas, una ‘aldea gala’ que un cubano se negó a venderle. Su nombre: Ángel Castro. Era de origen gallego. Uno de sus hijos se llamaba Fidel; otro, Raúl.
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