Opinión · El ojo y la lupa
El genocida nazi Kaltenbrunner huye a la montaña
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El camino al lago Desierto (Periférica), de Franz Kain, tiene apenas 60 páginas, más otras 40 de notas y un postfacio de Sigurd Paul Scheichl. No es sin embargo, por su contenido, un libro pequeño y, menos aún irrelevante.
Su protagonista, Ernst Kaltenbrunner, fue un criminal de guerra nazi, exjefe de la Gestapo, director del siniestro Departamento de Seguridad Interior del Reich, sucesor de Heydrich y número dos de Himmler. Era un culto y bien formado abogado austriaco de buena cuna, que se proclamaba celoso de la aplicación del Derecho, un nazi convencido que rechazaba el calificativo de fanático, que pese a sus altas responsabilidades no tomaba parte directa en los interrogatorios a los enemigos del Estado y cuya relevante intervención en el genocidio contra judíos y gitanos fue, según su propia y benévola visión de los hechos, una consecuencia automática de su acatamiento de órdenes superiores.
No se veía a sí mismo como un carnicero, sino como un alma sensible, capaz de dar de beber a un judío exhausto “de pinta inequívoca, con su nariz aguileña”, o de evitar la profanación de la tumba de otro, el escritor Jakob Wassermann. En cierto sentido, desde una altura intelectual que se pretendía superior, era una versión mejorada del Adolf Eichman que inspiró a Hannah Arendt su teoría de la banalidad del mal, que tantos problemas causó a la pensadora judía, incluso entre los propios judíos.
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Los jueces de Nuremberg condenaron a muerte a Kaltenbrunner, gracias en parte a las fotografías de un antifascista español prisionero en Mauthausen, Francisco Boix, que le mostraban visitando ese campo de concentración y exterminio. Cuando se le pidió que le identificara, le señaló con el brazo extendido y afirmó rotundo: “Sí, es él”. De nada le sirvieron al primer policía del Reich sus apelaciones a la obediencia debida. Colgó de una cuerda hasta morir el 16 de octubre de 1946.
Kanin (1922-1997) fue un notable escritor antifascista austriaco, marginado en su propio país (Austria), tal vez por su pertenencia al partido comunista y por haber desarrollado la mayor parte de su carrera literaria en la hoy extinta República Democrática Alemana. En El camino al lago Desierto, que dio nombre a una selección de sus mejores relatos, sitúa a Kaltenbrunner al final de la guerra, ascendiendo por las montañas de su país natal en busca de un refugio temporal mientras espera que las aguas se calmen y los aliados se den cuenta de que a los tipos como él no hay que castigarlos, sino utilizar sus conocimientos y altas capacidades en la ingente tarea de la reconstrucción. No se le ve angustiado, sino convencido de que, si la lógica se impone, no tendrá nada que temer. Y mientras sube y sube, con un guía experto y dos acompañantes jóvenes a los que desprecia porque no son capaces de dosificar el esfuerzo, se siente en comunión con la naturaleza, disfruta de sus secretos, reconoce y admira su flora, prepara su defensa, se engaña a sí mismo y se carga de optimismo. Poco después de hallar refugio en lo más alto, es detenido. Y de ahí, al cadalso.
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El camino al lago Desierto, pese a su brevedad, ofrece diversas perspectivas. Me centraré en una: el error que supuso dejar un cabo suelto, un testigo sin eliminar que, al igual que Boix, lo fue de cargo ante los jueces de Nuremberg. Lo cierto es que ignoro si el episodio responde a la realidad o es parte de lo que de ficción pueda haber en el relato. En cualquier caso, se non é vero é ben trovato.
Kanin presenta a Kaltenbrunner de visita en Mauthausen y comprobando un nuevo y científico método para mejorar la eficacia en las ejecuciones masivas. Consistía en “colocar al delincuente de espaldas a una vara de medir de las que se emplean en las tallas de los reclutas en el mundo entero. Mientras la vara horizontal caía sobre la cabeza del preso, un tirador situado detrás de la pared apretaba el gatillo y, por un agujero practicado en la vara, el proyectil penetraba en la nuca del ajusticiado. El arma estaba provista de un silenciador, de modo que en los sótanos del crematorio apenas se oía nada […] La muerte llegaba en cuestión de segundos […] caían hacia delante, como abatidos por el rayo, y eran llevados a la sala de cadáveres”.
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Por supuesto, seguía habiendo ahorcamientos y fusilamientos, por su “efecto educativo”, pero el nuevo método era “discreto” y “menos fatigoso, tanto para el ejecutor como para el condenado”. Aunque no todo era tan limpio. Quien quiera saber por qué, cuál era el punto flaco del sistema y qué vio el testigo cuya supervivencia resultó fatal para Kaltenbrunner deberá leer el libro.
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