Opinión · Fuego amigo
Hace tiempo que me lo estaba buscando
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Sabéis que yo no creo en el más allá. Pero tengo una manía relacionada con el día posterior a mi muerte que quizá debería ser estudiada por algún siquiatra. Se trata de una obsesión por ser un cadáver presentable, afeitado, aseado, bien vestido. Sé que para entonces no seré más que un montón de calcio, sal, cadmio, hierro, agua y no sé cuántos oligoelementos más, inconexos, sin consciencia. Pero también sé (y eso me consuela) que esta preocupación la ha padecido mucha gente a lo largo de la historia. Por ejemplo, el presumido emir omeya Alhakem I le pidió a sus criados, en medio de una batalla, que le perfumaran con algalia para que, en caso de perder la cabeza, se distinguiese inmediatamente de la de sus soldados. No quería ser una cabeza cortada cualquiera entre el montón de cabezas de soldados zarrapastrosos.
Para alguien como yo, que ha vivido de la pluma (la de escribir), parece obligada una despedida literaria, como parte del aseo imprescindible en el viaje a la eternidad. Una vez desde mi columna en el 20 Minutos os pedí que me enviarais vuestro epitafio favorito, la frase que, a modo de presentación para los visitantes del camposanto, habría de definiros para siempre. Pocos me contestasteis entonces, y nunca supe si se debía a que no queríais ser eternos, al menos en vuestra lápida, o porque no deseabais oír hablar de vuestra muerte ni en pintura ni en mármol. Si os lo habéis pensado mejor, me gustaría conoceros a través del mensaje que habéis elegido para vuestra despedida definitiva.
Creo que es Groucho Marx quien escogió para su epitafio “perdonen que no me levante”. Dorothy Parker eligió “Perdonen por mi polvo” (una estupidez, pues sus amigos aseguraban que de jovencita tenía un polvo divino). Miguel Delibes quiere cobrarse sus sufrimientos en la Tierra: “Espero que Cristo cumpla su palabra”. Unamuno (mi alma gemela) sólo le pedía al dios en que no creía que tuviese piedad “con el alma de este ateo”. Dicen que Juan Sebastián Bach eligió una coña que me cuesta mucho creer: “desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”.
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Desde hace años tengo pensado mi epitafio, aunque no sé para qué, pues mi deseo es que me incineren. Quizá, que mis deudos escriban con mis cenizas mi frase de despedida: “Aquí yace Manuel Saco. Hace tiempo que se lo estaba buscando”.
Luego, un golpe de viento acabará borrando de un soplo mi paso por la Tierra.
Pero, tranquilos, es algo que pienso dejar para más adelante.
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